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En colaboración conCAF

Servir sin un amo

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Servir sin un amo

Desde la Colonia, los cuerpos negros han sido vistos como fuerza de trabajo y no como sujetos plenos de derechos. Los cuatro niños afrodescendientes asesinados en Ecuador fueron víctimas de racismo estructural. Servir sin amo es apostar por prácticas de cuidado y creación que no respondan a jerarquías estatales ni al mercado. Servir a la comunidad, a la vida sin rendir cuentas a patrones visibles o invisibles

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“Servir a algo sin un amo es una apuesta y una forma totalmente abierta de amor”. Con esa frase, Fred Moten y Stefano Harney me recuerdan que hay otras maneras de vivir en un mundo gobernado por jerarquías, capital y violencia. No hablo de amor ingenuo ni de ternura sencilla, me refiero a una ética de compromiso que se opone al mandato de obedecer al patrón, al caudillo, al Estado armado. Pienso en esa posibilidad cuando intento escribir en Ecuador, un país donde la vida se ha vuelto presa de la violencia organizada, de la militarización de las calles, de la política que ve en los cuerpos pobres, negros, racializados y migrantes un enemigo interno. Escribir aquí es insistir en un amor que no responde a ningún amo, y a la vez preguntarse qué significa seguir creando en un lugar atravesado por el terror.

Hace poco leí un cuento de la escritora Mafe Moscoso. Al final de su texto, su biografía decía: “Nació en un país bananero”. Esa frase me golpeó porque no es solo un gesto irónico, sino una verdad cruda: crecimos en un país nombrado y definido por el monocultivo que exportamos. Años antes, mientras trabajaba en un bar, escuché a un politólogo argentino discutir con un bartender sobre las políticas del gobierno de Rafael Correa. El politólogo afirmaba que, antes de las reformas sociales de esa época, Ecuador no era más que una “republiqueta bananera”. Lo que él nombraba como insulto, yo lo pienso hoy como una metáfora persistente: seguimos organizando nuestra vida colectiva alrededor de monocultivos destinados a la exportación, donde lo mejor se va fuera y a nosotros nos queda el residuo.

Un recuerdo familiar lo confirma. Cuando era niña, un tío lejano que trabajaba en una bananera dijo en una comida: “El guineo que comemos los ecuatorianos es el bagazo; lo bueno se exporta”. Ese gesto mínimo encierra toda una política de despojo: la vida aquí es el bagazo, lo que sobra, mientras la riqueza circula afuera. Pero esa metáfora puede extenderse más allá de la fruta: también exportamos cuerpos. Jóvenes que, incluso con títulos universitarios o posgrados, enfrentan el desempleo y la violencia, y deben emigrar irregularmente hacia el norte global. Ecuador exporta su fuerza de trabajo como exporta banano o camarón: lo mejor de sí, despojado de su derecho a quedarse, a construir aquí.

Crecí en una familia negra de Esmeraldas, migrantes del campo insular a la ciudad costera. Mis padres y tías eran docentes e ingenieros; creían profundamente en que la educación era el mejor legado posible. Para ellos, que habían estudiado en condiciones precarias, hacer esfuerzos sobrehumanos para terminar la universidad, el sacrificio valía si nos garantizaba un futuro más cómodo. Esa fue la gran promesa que nos hicieron a los hijos de la clase obrera, quienes crecimos entre finales de los noventa y principios de los 2000: estudiar, graduarse y “ser alguien en la vida”.

Pero hoy, esa promesa parece vaciada de sentido. Tener un título no garantiza empleo ni dignidad. La violencia armada y la precariedad estatal han arrasado con la idea plena en que la educación es una vía segura. Para muchos jóvenes, la universidad es apenas un pasaje intermedio antes de la migración o del desempleo o simplemente no tienen acceso a la educación superior. He visto cómo compañeros que soñaban con escribir, enseñar, investigar, terminan atrapados en call centers, trabajos mal pagados o, en el peor de los casos, reclutados por economías ilegales.

La educación, que fue imaginada como herencia, se ha vuelto deuda: deuda económica, porque estudiar cuesta; deuda moral, porque sentimos que le fallamos a nuestras familias al no “salir adelante”; deuda política, porque el Estado ha renunciado a garantizar las condiciones mínimas de empleo, salud y seguridad.

El síntoma más visible de nuestra época es la individuación radical. Cada joven, cada familia, intenta sobrevivir como puede en un país en el que la vida pública está secuestrada por la violencia armada y la negligencia estatal. Lo veo en mis amigos y compañeros: la urgencia de acumular capital, de trabajar en lo que sea, de disociarse de la realidad para no quebrarse del todo.

Nos enseñaron que el éxito dependía de la capacidad de “hacerse a sí mismo”, como si la precariedad fuera un fallo individual y no un sistema de exclusión. En ese horizonte, la comunidad aparece como un lujo o como un estorbo. La solidaridad parece algo impracticable cuando el instinto de supervivencia exige competir, migrar o huir.

Pero también percibo otra urgencia: la de servir de manera crítica al sistema, aunque sea desde las grietas. Aquí entra la propuesta de Fred Moten: servir sin amo. ¿Qué significa esto en Ecuador? Quizás implica seguir escribiendo, aunque no haya lectores suficientes, enseñar, aunque los salarios no alcancen, insistir en la vida comunitaria aunque todo nos empuje a encerrarnos en la burbuja de la autopreservación. Servir sin amo no es obedecer, todo lo contrario, considero que es apostar por vínculos que no están mediados por la lógica del capital ni por el yugo del Estado.

Los datos son brutales. Ecuador pasó, en menos de cinco años, de ser percibido como un país relativamente seguro a convertirse en una de las naciones más violentas de América Latina. Masacres carcelarias, sicariato, desapariciones, toques de queda. La vida cotidiana se volvió rehén de la guerra entre economías ilegales y el Estado militarizado.

Guayaquil, Ecuador

El caso de Ismael, Josué, Nehemías y Steven —cuatro menores afrodescendientes desaparecidos y asesinados en Guayaquil— reveló la crudeza de este escenario. No solo por el dolor irreparable de sus muertes, más bien porque, además, el troll center en redes sociales intentó presentarlos como miembros de grupos delictivos organizados. No eran niños, eran “sospechosos”. No eran ciudadanos con derechos, eran “cuerpos desechables”.

A los insultos racistas —“vuélvanse a África”— se sumó la indiferencia del aparato estatal. Esa violencia discursiva y simbólica reactivó una memoria histórica: la plantocracia, la apatridia negra sobre la cual se fundó el Estado ecuatoriano. Desde la Colonia hasta hoy, los cuerpos negros han sido vistos como fuerza de trabajo y no como sujetos plenos de derechos. Lo que ocurrió con los cuatro niños de Las Malvinas no fue un hecho aislado: es parte de la larga duración de un racismo que estructura la nación.

En este contexto, insistir en vivir en Ecuador parece un acto descabellado. Para muchos, quedarse es sinónimo de condena. Sin embargo, también es un gesto de valentía. En medio de la violencia, surgen espacios que sostienen la vida: comedores comunitarios, clubes de lectura, talleres de escritura, redes de apoyo entre vecinos, colectivos artísticos que se niegan a abandonar el país o que, incluso desde la diáspora, devuelven algo a quienes se quedan.

Aquí, la vida se sostiene en el detalle: una madre que cocina para los hijos de otros, un taller que reúne a jóvenes a escribir en lugar de reclutarse en la esquina, una fiesta popular que desafía el toque de queda. La insistencia no es solo resistencia: es también imaginación. Porque lo que se sostiene no es únicamente la sobrevivencia, sino la posibilidad de narrarnos de otra manera, de contarnos sin intermediarios, de inventar horizontes en común.

Escribir en Ecuador hoy significa trabajar con el ruido de fondo de las balas, con el miedo de no regresar a casa, con la incertidumbre de que el libro nunca llegue a publicarse porque no hay fondos estatales que ayuden a las editoriales dispuestas a arriesgarse, editoriales que hacen un trabajo a contracorriente de toda la imposibilidad. Pero también significa testimoniar, dejar constancia, producir grietas en el discurso oficial que intenta reducirnos a estadísticas.

El arte aquí no es neutral ni ornamental: es un modo de sobrevivir. Pienso en las comunidades afrodescendientes que han sostenido su memoria a través de cantos y oralidades, incluso en los momentos más terribles de la historia. Pienso en los murales que se pintan en barrios sitiados por el miedo, en los poemas que circulan en redes como pequeñas bengalas que nos alumbran.

Pero crear en medio de la violencia también plantea dilemas: ¿hasta qué punto escribir basta? ¿No es ingenuo creer que un poema puede enfrentar al sicariato o a la corrupción estatal? La respuesta es compleja. El arte no salva en términos inmediatos, pero produce memoria, abre fisuras, genera comunidad. Y en un país donde el discurso oficial quiere borrar, silenciar o criminalizar, esas fisuras son vitales.

¿Qué horizontes tenemos como artistas viviendo aquí? No se trata de idealizar la resistencia, porque resistir también agota y enferma. Pero hay alternativas.

La autogestión y las redes comunitarias. Los colectivos culturales han demostrado que, sin depender del Estado, es posible generar espacios de formación, exhibición y circulación.

La diáspora como aliada. Quienes migran pueden sostener redes de apoyo económico, editorial y simbólico con quienes se quedan. La exportación forzada de cuerpos puede convertirse en circulación de memorias y saberes si logramos tejer vínculos horizontales.

El pensamiento caribeño y los feminismos negros, estas corrientes nos recuerdan que no estamos solas, que nuestras luchas resuenan en otras geografías atravesadas por el racismo y la violencia.

Servir sin amo es apostar por prácticas de cuidado y creación que no respondan a jerarquías estatales ni al mercado. Servir a la comunidad, a la vida, al deseo colectivo, sin rendir cuentas a patrones visibles o invisibles. Insistir en la rebeldía estética en medio de un sistema que solo le interesa nuestra fuerza de trabajo en el sentido más deshumanizante posible.

Insistir en Ecuador, escribir desde Ecuador, no es romanticismo. Es confrontación y esperanza. Es saberse parte de un país que nos exporta como bagazo, que militariza nuestras calles y que desprecia a sus jóvenes, pero también es apostar por la posibilidad de contarnos de otro modo, de tejer la vida con hilos frágiles pero obstinados.

Servir sin amo, aquí, significa seguir escribiendo cuando el miedo insiste en silenciar, seguir creando cuando la economía insiste en reducirnos al residuo, seguir viviendo cuando la vioolencia insiste en enterrarnos. Es una apuesta abierta de amor radical, terca.

Y quizás, en esa terquedad, esté el germen de otra forma de habitar, de otra manera de imaginar lo común, incluso en un país armado hasta los dientes.

Columna
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Sobre la firma

Yuliana Ortiz
Escritora ecuatoriana de novela y poesía. Ha publicado 'Fiebre de carnaval', premiada en Ecuador, Italia y Reino Unido. Autora de los poemarios 'Sovoz', 'Canciones desde el fin del mundo' y 'Cuaderno del imposible retorno a Pangea'. Lidera el proyecto de la UNESCO 'Re-escribir, Re-habitar la isla con mujeres afrodescendientes de Isla Trinitaria'.
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