Inventar una casa, una lengua, para decir lo que nunca pude
‘A língua da minha casa’ es una antología bilingüe organizada por el poeta y académico Jesús Montoya que reúne a ocho escritores venezolanos residentes en Brasil

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No es que el mapa se reconfigure. Lo que se transforma es la casa. Una casa que al mismo tiempo es una lengua. Una casa a la que, como dice la poeta venezolana Cristina Gutiérrez Leal (Coro, 37 años), el migrante le abre las ventanas para que “los influjos del portugués” puedan entrar, circular, desordenar.
Pienso en todo esto luego de leer A língua da minha casa (La lengua de mi casa), una antología bilingüe de poesía venezolana publicada en julio de este año por Malha Fina Cartonera, editora paulista asociada a la Facultad de Filosofía, Letras e Ciencias Humanas de la Universidad de São Paulo. Organizada por el poeta y académico Jesús Montoya (Mérida, 31 años), la colección reúne a ocho escritores venezolanos residentes en Brasil. El mapa se desenrolla como se extiende una lengua. Y, en el acto, las coordenadas se sacuden y, de manera involuntaria, forman una constelación en la que las casas de origen (Caracas, Mérida, Maracaibo, Coro) se mezclan con las casas adoptivas (Uberlândia, Maranhão, São Paulo, Cuiabá).
Los poetas incluidos son Andrés Palencia, Stephani Rodríguez, Jesús Montoya, la propia Cristina Gutiérrez, Katherine Gomes, Rogelio Aguirre, Paola Valencia Villalobos y Julieta Arrella. Todos venezolanos, todos atravesados por el Brasil.
En el libro, lo fijo, lo enraizado, entra en tensión con lo movedizo, el desplazamiento. Los árboles presentes en el poema de Andrés Palencia (“Árbol/yo busco en el impulso de tus movimientos”) o en el de Stephani Rodríguez (“De nada servirá trepar árboles/no habrá revelación de algún cielo”) remiten a aquello que se suponía inalterable (¿la identidad?) pero que, gracias al viaje, se transforma en algo más elástico.
¿Se aleja mi interpretación de las intenciones de los poetas? Quizá así sea. Y esta es una consecuencia a la que la diáspora venezolana debe enfrentarse en cualquier parte del mundo: todo lo que hagan o digan se lee en clave migratoria. La académica y poeta antologada Cristina Gutiérrez me confiesa que, cuando escribió el verso “Si te sobrevivo, casa... ningún lugar me será imposible”, más de una década atrás, lo que quería hacer era hablar de su casa en Venezuela en una época en la que Brasil era apenas sinónimo de fútbol o del programa evangélico Pare de sufrir.

Hoy su hogar está Uberlândia, Estado de Minas Gerais, junto a su esposa brasileña. La casa de aquel lejano poema ahora se mira bajo el influjo de las coordenadas del viaje. Varios años más tarde, como resignada a la flexibilidad del árbol, ya abrasilerada, la misma pluma escribe:
sí
nuestros hijos nacerán en otros países
habrá que enseñarles el español de la casa
La migración desordena el hogar. “Con escalofrío, la lengua se levanta a barrer la casa”, rezan los versos de Jesús Montoya, quien llegó a Brasil hace ocho años para realizar estudios de posgrado. Con un acento pausado, dice que su casa está en el “entre lugar” y que los purismos no aplican a él, puesto que entenderse como solamente venezolano sería injusto frente a la hibridez de su lengua.
–Ya ni siquiera me siento tanto en casa estando en Venezuela. Exactamente, mi hogar está en ese “entre lugar”, en ese lugar de lengua híbrida.
El portugués es un idioma curveado, atravesado por ondas que inventan sonidos que no existen en español, mucho menos en inglés. Esas ondas dejan resonancias que parpadean incluso cuando se ha abandonado el Brasil. Así le ocurrió a Stephani Rodríguez (Táriba, 30 años), una de las dos poetas de la antología que ya no residen en el país de Machado de Assis.
–Creo que mi acercamiento a mi lengua materna, que es el español, está permeado por el portugués. Su plasticidad me es incomprensible sin que el portugués actúe como una especie de velo –dice la autora desde Iowa, Estados Unidos, adonde llegó después de haber pasado dos años en Minas Gerais como estudiante de maestría.
Un rasgo común que comparte la mayoría de los poetas del libro es su pertenencia al mundo académico brasileño. Su migración, entonces, se distancia de la figura del trabajador precarizado, perfil común ente los migrantes latinoamericanos repartidos en el mundo. La ecuación extranjería + academia hace que, como asegura Jesús Montoya, el acto de nombrar las cosas cambie de registro: la lengua se nutre de las vivencias corrientes de todo extranjero y de las experiencias de becario, del sertanejo (música regional brasileña) nuestro de cada día y de los libros de teoría literaria. Con calle, pero elegante, como diría Tego Calderón. Tal revoltijo se suma a la natural hibridez que surge de pensar en español y tener que hablar en portugués, lo cual despierta un nuevo debate: ¿cuáles son los alcances del portuñol?, ¿hasta qué punto colocar una palabra en portugués a mitad de una frase en español, o a la inversa, no se pierde en la sordidez de la folclorización?
Gutiérrez Leal parece tener una respuesta:
–La poesía es como una lengua extranjera. Entonces, extranjerizar aún más el estilo es más complejo. Yo le huyo; son las construcciones fáciles. No voy a mezclar tres palabritas en diferentes idiomas para hacer portuñol. Quiero realmente que, cuando haya portugués, ese idioma sea absolutamente necesario por motivos personales o por motivos rítmicos.
–Yo decía con Julieta, otra de las incluidas en la antología –acota Jesús Montoya–, que ya no hablábamos del todo español. Había cosas que solo podíamos expresar en portugués, porque ya cada uno se había apropiado de ese idioma.
Los poemas de Katherine Gomes de Freitas (Valencia, 35 años) tiemblan en la misma cuerda floja al jugar con ambas lenguas. “¿Quiero escribir o escrever?”, se pregunta con más pena que experimentación, con la perplejidad de quien soporta las marañas de su propia habla. La poeta, entonces, se transforma en una equilibrista capaz de lanzarse a uno de los dos lados, al brasileño tal vez, y caer sin prisa, como gato que salta desde el segundo piso, y con la consciencia de que nada de eso va a comprometer su venezolanidad.
No hay lugar para purismos. Ni literarios, ni políticos. Sobre todo en una región que, como señala Cristina Gutiérrez Leal, no supo leer la realidad venezolana. “Nos llaman fascistas o comunistas. Se hace un uso político interno la situación de Venezuela, y eso no viene de una solidaridad, porque nadie está queriendo realmente ayudar al pueblo venezolano”.
Quizás esa es la gran potencia de la literatura escrita por migrantes: demostrar que, como señaló la académica inglesa-turca Yasemin Yildiz, la fórmula por la que una lengua era asociada automáticamente a una identidad, e incluso a una piel, ya no es vigente en el mundo de hoy. El mapa de Brasil se mete en la casa del poeta venezolano y forma un nudo irreversible que de a poco se transforma en nido e inventa una casa y una lengua “para decir lo que nunca pude”.
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