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La falta de medicamentos agobia a los pacientes en Colombia: “Si la salud es un derecho, ¿por qué nos niegan las cosas?”

Tres afectados expresan su angustia tras dejar de recibir fármacos para la epilepsia, el asma y el cáncer. Sus estrategias para enfrentar la crisis van desde insistir al Estado hasta conseguir donaciones de familiares de compañeros fallecidos

Falta de medicamentos en Colombia
De izquierda a derecha: Mónica Hurtado, José A. Carranza y Emilcen Pérez.LORENA VELASCO/JAIR F. COLL/NATALIA ORTIZ
Lucas Reynoso

José Carranza, un pensionado de 69 años, volvió a sentir en los últimos dos meses cómo es quedarse sin aire. No recibió las inyecciones de omalizumab que desde hace una década mantienen su asma crónica a raya: su aseguradora de salud, la Nueva EPS, ya no tiene un convenio vigente con la empresa que aplicaba el medicamento en su departamento, el Valle del Cauca. “Mi calidad de vida desmejoró. A las seis de la tarde se me empezaba a secar la boca, me daba tos y comenzaba a ahogarme. En la noche no podía dormir bien”, comenta. Nunca había tenido inconvenientes para recibir la droga, pero en estos dos meses se sumó a una larga lista de pacientes que desde hace años sufren la escasez de medicamentos en Colombia. Ahora, resolvió su problema de manera provisional: el laboratorio le regaló el miércoles una dosis de cortesía por este mes y él pagó 190.000 pesos (unos 45 dólares) por la aplicación.

José A. Carranza usa un inhalador en la sala de su casa en Palmira (Valle del Cauca), el 17 de enero de 2025.
José A. Carranza usa un inhalador en la sala de su casa en Palmira (Valle del Cauca), el 17 de enero de 2025.Jair F. Coll

Estas semanas le recordaron cómo era su vida hasta hace una década, cuando llegaba al punto de no poder caminar y se la pasaba en hospitales. “Tuve cuatro crisis fuertes en estos días. Me pude nivelar en dos horas con el inhalador, pero es muy difícil”, relata. La gran diferencia esta vez fue que ya no recurrió a opciones como enterrar una botella de aguardiente, desenterrarla meses después y tomarse el fermentado a cucharadas, con un poco de limón y miel. “Uno lo hacía por la desesperación y puede que a alguien le haya funcionado, pero no es mi caso. Ahora me da risa”, añade. Tras una década de inyecciones, señala que el omalizumab es lo único que evita los ataques.

El paciente y su esposa, Nora Lugo, acudieron a la Superintendencia de Salud, la entidad estatal encargada de vigilar el sector. Pero terminaron más decepcionados: aseguran que todo quedó en promesas que no se concretaron y que el organismo no parece tener poder sobre la Nueva EPS, pese a que la intervino en abril de 2024. “La Superintendencia nos llamó e imagino que tomaron nota. Pero la respuesta siempre fue: ‘Vamos a comunicarnos nuevamente con la EPS para que les den la respuesta correcta”, señala Lugo. La angustia de Carranza creció ante las falsas esperanzas y, de momento, solo se ha aplazado por un mes —la aseguradora sigue sin responder y no hay garantías de que el laboratorio le dé otra dosis de cortesía—. “Siempre dicen que mañana o pasado se resuelve y eso es aún más frustrante. De pronto uno se tranquilizaría más si nos dijeran que no van a dar el medicamento por todo un año”, dice.

La falta de medicamentos en Colombia tiene varias causas y no es nueva, aunque sus efectos son cada vez más visibles en medios de comunicación y redes sociales. Augusto Galán, exministro de Salud y director del centro de pensamiento Así Vamos en Salud, explica por teléfono que comenzó con el desabastecimiento mundial de materias primas de fármacos tras la pandemia del covid. La burocracia, en tanto, hizo lo suyo: las autorizaciones y renovaciones necesarias se llenan de polvo en el Instituto Nacional de Vigilancia de Medicamentos y Alimentos (Invima). El mayor golpe, sin embargo, es el desfinanciamiento del sistema de salud, que se agravó en 2021 y se acrecienta cada año. “Todo se conjugó, es la tormenta perfecta”, remarca el experto.

En su mesa de noche, José A. Carranza no solo pone sus medicamentos, sino también la Biblia, que suele leer en las noches.
En su mesa de noche, José A. Carranza no solo pone sus medicamentos, sino también la Biblia, que suele leer en las noches.Jair F. Coll

Galán señala que los últimos incrementos de la Unidad de Pagos por Capitación (UPC), el monto que el Estado le paga a las EPS por cada afiliado, han sido insuficientes ante la inflación, las devaluaciones y la incorporación de nuevas tecnologías. Llega un punto en el que esto afecta la provisión de servicios y fármacos. “Si las EPS están desfinanciadas, empiezan a restringir y dilatar los pagos a las clínicas, hospitales y dispensarios de medicamentos [que dejan de ofrecer los servicios o los encarecen]. Al final, el paciente paga los platos rotos”, enfatiza. La Nueva EPS es la aseguradora que tiene más quejas por sus deficiencias, algo que en parte se explica por ser la más grande del país con 11 de los 52 millones de colombianos y por tener una población más envejecida que la media.

La Superintendencia señala por escrito que se encuentra estudiando “las causas estructurales que afectan la entrega oportuna de los medicamentos” y que esta categoría es la tercera con más quejas de pacientes. Mientras tanto, el superintendente ha pedido a las EPS “fortalecer los canales de atención con sus usuarios y la resolución de los reclamos”. “En este momento a la Superintendencia llegan el 61% de los reclamos ciudadanos de manera directa, pero el cierre y resolución de las quejas es de responsabilidad directa de las EPS”, subraya el organismo. Reconoce, sin embargo, que el 18,4% de los casos vuelve a la entidad porque las EPS no solucionan. En cuanto a la Nueva EPS, aunque su tasa de reclamos en la Superintendencia es menor a la media, la cifra de casos que reingresan alcanza el 22,4%.

Donaciones de fallecidos

Las posibilidades de sortear la falta de medicamentos varían de caso en caso. Las pastillas son más fáciles de adquirir de manera particular que una inyección que debe aplicar un prestador autorizado. Emilcen Pérez, una mujer de 57 años que vive en Piedecuesta (Santander), cuenta que su red de apoyo la ayudó a conseguir letrozol, un medicamento que la Nueva EPS le da con interrupciones constantes y que necesita para evitar que vuelva el cáncer de mama que tuvo entre 2017 y 2019. “En diciembre, una paciente falleció y la hija me regaló una cajita que le quedó”, explica. “En el grupo siempre preguntamos quién tiene letrozol porque comercialmente no lo venden o es muy costoso”, añade.

Pérez hace parte de la Fundación SENOSama, a la que empezó a asistir como paciente en 2018 y en la que ahora participa como voluntaria para acompañar a otras mujeres que enfrentan el proceso que ella ya atravesó. “Les digo que el cáncer no es muerte, que no van a estar solas, que nos cuidemos como mujeres”, dice. Sus recursos económicos son limitados: carece de una pensión porque la heladería y el almacén en los que trabajó varios años no le hicieron los aportes. No consigue un trabajo estable desde que enfermó de cáncer. “Con la edad, uno es inservible”, afirma. Sus ingresos dependen del apoyo de sus hijas y de vender pijamas y lociones a sus conocidos.

El problema de Pérez es que ya acabó la caja de letrozol de la compañera fallecida y que Offimedicas, el dispensario de la Nueva EPS en su zona, solo le dio 10 pastillas para este mes —de las 30 que necesita—. “Me dijeron que no hay más, que tocó racionar una caja para tres pacientes”, relata. Asimismo, lleva seis meses sin que le provean el carbonato de calcio que necesita para fortalecer sus huesos ante los efectos secundarios del letrozol. Cuenta que también se comparten el calcio entre las compañeras de la Fundación y que lo ha comprado en algunas ocasiones porque es más barato (unos 50.000 pesos; 11 dólares). Enfatiza, sin embargo, que es injusto tener que usar sus recursos. “Si tenemos un seguro y la salud es un derecho, ¿por qué nos niegan las cosas?”, remarca.

Sin comida ni pañales

Mónica Hurtado, una mujer de 37 años que reside en Popayán, ha visto el paulatino agravamiento de la crisis en el último año. Poco a poco dejó de recibir lo que necesita su hijo de cinco años, Sebastián Gaviria, quien tiene una enfermedad ultrahuérfana que incluye un retraso del neurodesarrollo, epilepsia y parálisis cerebral. En agosto no le dieron el anticonvulsionante clobazam por falta de materias primas —el laboratorio luego aclaró que ya estaba disponible, pero solo comprándolo de forma particular en una farmacia a seis horas en carro—. En septiembre, se quedó sin vigabatrina y cannabidiol por problemas de la Nueva EPS con el dispensario Audifarma y con su reemplazo, Mennar. Ese mismo mes, dejaron de venir los fonoaudiólogos; al siguiente, los fisioterapeutas y, para diciembre, ya no recibió ni el alimento que se administra con una sonda ni los pañales. Ahora, a mediados de enero, el alivio se limitó a un poco de cannabidiol y parte de la alimentación.

“En lugar de una solución, cada mes se suma algo más. Ya no veo una esperanza de que esto mejore”, dice Hurtado. Cuando diagnosticaron a su hijo, dejó de trabajar como administradora de empresas para dedicarse por completo a su cuidado y es quien tiene más herramientas. “He aprendido de todo un poco: tengo que ser enfermera para hacerle las terapias respiratorias y manejarle la gastrostomía [la sonda de alimentación], pero también me he vuelto abogada y tramitadora para navegar el sistema”, cuenta. Muestra los correos que mandó al laboratorio que produce el clobazam, los derechos de petición a la IPS, los radicados ante la Superintendencia y la tutela que ganó en la justicia.

En estos meses, sin ayuda del Estado o de la Nueva EPS, ha logrado mantener condiciones adecuadas para Sebastián. Su familia en España le envió unas cajas de clobazam, la madre de una paciente fallecida le regaló vigabatrina y el neuropediatra le dio una muestra de cannabidiol. Sin embargo, tuvo que costear varias dosis adicionales, la alimentación y los pañales. “Mi marido y yo no tenemos para desperdiciar dinero. Todo va enfocado a los medicamentos y los alimentos que el niño necesita”, remarca. Ha demorado el pago de la matrícula de su hija mayor. “Nos afecta a todos como familia, tanto en lo económico como en lo emocional y lo social. Ya no tenemos cómo salir a disfrutar de nada”, subraya.

Las reflexiones sobre la muerte

Las tres personas consultadas han reflexionado en estas semanas sobre un agravamiento de su estado de salud o la muerte. Pérez es enfática en que teme que regrese el cáncer. “Tengo por quien vivir: por mis hijas y nietas”, recalca. Carranza, por su parte, se apoyó en la religión y estuvo algo más tranquilo a lo largo de los dos meses con ataques de asma. “En las noches, me distraje orando mentalmente por los enfermos, mi familia y el país. Eso me relajó y me permitió soportar la situación”, relata. “La muerte no me angustia porque es ir a Dios, pero me da miedo el proceso: volver a un hospital, quedarme por horas en una camilla, ver mal a la gente”, dice. Enfatiza, además, que su esposa fue fundamental en darle ánimos y hacerlo sentir tranquilo cuando se quedaba sin aire. “[Morir] me daría pesar con Nora porque quedaría solita”, añade.

José A. Carranza abraza a su esposa, Nora Lugo, en un condominio en Palmira.
José A. Carranza abraza a su esposa, Nora Lugo, en un condominio en Palmira.Jair F. Coll

Hurtado, en tanto, explica que su “propósito diario” es mantener con vida a su hijo y asegurarse de que esté estable. “Él no tiene voz. No puede decir que le duele aquí o allá o que necesita que le compren algo. Así que yo soy su voz y su compañía”, comenta. Acepta que los riesgos de muerte son muy altos más allá de la falta de medicamentos, pero traza una diferencia entre un deceso natural y otro evitable. “A pesar de que no va a tener cura, uno quiere mantenerlo con el mejor bienestar posible. Me digo que si la enfermedad termina con él en algún momento es una cosa, pero no puedo aceptar que sea por negligencia política o administrativa. Tener que vivir eso es inaceptable”.

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Sobre la firma

Lucas Reynoso
Es periodista de EL PAÍS en la redacción de Bogotá.
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