El arduo camino del chocoano Jhon Cesar Neita hasta ser un líder científico
El entomólogo vivió tomas guerrilleras mientras estudiaba su pregrado. Años más tarde, descubrió más de 20 especies de insectos
El científico afrocolombiano Jhon César Neita ha dedicado su vida a superar obstáculos y a estudiar insectos. Nacido hace 48 años en Quibdó, Chocó, una de las ciudades más pobres de Colombia, el destino le ha puesto mucho de ambos en el camino. Encuentros con las guerrillas. Problemas de infraestructura. Mordeduras de murciélagos. Ninguno le ha quedado grande. El curador de la colección de insectos e invertebrados del Instituto Humboldt ―la entidad pública de investigación científica— y ganador del premio Afrocolombiano del año, recibe a EL PAÍS en las oficinas de la institución en Bogotá. Habla bajo; respira tranquilidad. Una paz que se rompe un poco cuando reflexiona sobre lo que vivió en su departamento natal para llegar hasta acá. “¡Guau! Qué duro”, recuerda.
Neita actualiza y preserva la colección de bichos más grande del país. Es el trabajo de sus sueños, dice, fruto de una pasión que se despertó en él hace más de 40 años. Hijo de una profesora y un militar “muy intelectual”, ríe al recordar su juego favorito de infancia. “Teníamos la costumbre de hacer casitas de barro. Diseñábamos dizque mueblecitos, televisores y esas cosas. Dentro de esos televisores había un huequito, y nuestros actores eran hormiguitas. Las poníamos ahí, lo cubríamos con un vidrio y las mirábamos”, rememora.
Su madre se enojaba cuando él entraba a la casa llorando por una picadura. Aunque era algo frecuente, no le detenía. “Fue una infancia muy chévere”, asegura sobre los años en los que empezó su curiosidad por la investigación científica. “¿Qué diablos era esa hormiga que me picaba?”, se preguntaba con frecuencia. Para Neita, interactuar con insectos era lo más normal del mundo. Creció rodeado de animales y de naturaleza, cuenta. En algún momento, convivió con perros, gatos, pollos, patos y hasta el roedor conocido como lapa, guagua o tepezcuintle. Además, iba mucho al monte con su abuelo, que trabajaba como minero. “Nacer en un lugar tan bonito, tan lleno de biodiversidad como el Chocó, fue un despertar”, explica.
Cuando llegó el momento de aplicar a la universidad, tenía claro qué rumbo quería seguir. Consideró estudiar biología, pero optó por no hacerlo porque no incluía la entomología, el estudio de los insectos. Por ellos, optó por la Ingeniería Agroforestal, que ofrecía tres semestres de estudio de esos animales. “Esto es lo mío”, decidió. Empezó la carrera en la Universidad Tecnológica del Chocó en 1994, mientras el conflicto armado arreciaba. Comenzaron a presentarse problemas.
La masacre de Riosucio
Durante los años noventa, los enfrentamientos entre los paramilitares y las guerrillas fueron creciendo en Chocó, hasta asolarlo. Casi nadie estaba a salvo, sobre todo en las zonas rurales. Como sus estudios le exigían estar en lugares aislados de la selva donde a menudo se escondían los grupos ilegales, Neita no fue la excepción.
En septiembre de 1997 se dirigía al municipio de Lloró con un grupo de compañeros. Cuando avanzaban por un río, las carreteras de esa región, se toparon con una escena espantosa: “Lloró es como una isla. Subiendo se ve al lado derecho el río Andágueda y al lado izquierdo se ve el río Atrato. Cuando íbamos llegando, por un lado bajaba la guerrilla, por otro subían los paramilitares, y en medio estaba el Ejército. Entonces, ¿tú qué haces?”.
En otra ocasión iba camino a un curso en Cali, por una carretera. Encontró a un grupo de paramilitares que lo obligó a parar su vehículo, lo bajaron de él y lo acusaron de ser de la guerrilla. “Casi me matan”, lamenta. El encuentro más aterrador, sin embargo, fue otro. En 1999 había solicitado una salida de campo al parque nacional Los Katíos, una zona selvática que se caracteriza por árboles grandes y hermosos llamados cativales. Quería verlos.
En el viaje de horas y horas en bus y lancha pasaron por Riosucio, municipio del Urabá chocoano. Cuenta que allí encontraron un protocolo de seguridad “impresionante”. “Tuvimos tres revisiones. Ejército. Policía. Y Ejército otra vez”, rememora. Tras asegurarse de que eran estudiantes, los dejaron pasar con una advertencia preocupante: “Hasta aquí llega la responsabilidad del Gobierno”, recuerda que fue el mensaje.
No les pasó absolutamente nada durante los 15 días que estuvieron en el parque natural. “Era un paraíso para cualquier biólogo”, relata. El grupo terminó sus estudios y volvió a casa sin nuevas preocupaciones. Apenas unos días después, Neita prendió el televisor y se enteró de una noticia escalofriante: un grupo de paramilitares había matado a 12 personas en Riosucio.
De Chocó para el mundo
Tres años después de esa masacre, el científico salió de Colombia por primera vez para estudiar un máster en España. Al principio fue duro, dice. La arquitectura, la comida, el clima, todo era diferente. “Me costó ver los árboles sin hojas”, rememora. Una vez que se acostumbró, la experiencia le cambió la vida. “Siempre digo que mi vida es una antes de España y otra después”, explica. Viajó por gran parte del país y, al terminar la maestría, volvió a su tierra natal e hizo un posgrado en entomología, en la Universidad Nacional.
Entonces obtuvo una beca de la Organización de los Estados Americanos (OEA) para cursar un doctorado en ciencias naturales en la Universidad Nacional de La Plata, en Argentina. Neita dice que le encantó vivir fuera. “Los argentinos son muy tolerantes”, comenta. También tuvo una buena impresión de los españoles. Sin embargo, tras cinco años en Argentina, decidió volver a Colombia para trabajar en su lugar soñado: el Instituto Humboldt.
Han pasado ocho años y Neita se ha convertido en un líder en su campo. Asegura que nunca ha sentido discriminación en la ciencia por ser afro, aunque opina que la población negra está infrarrepresentada. “Hace falta más impulso desde las comunidades, más oportunidades”, dice. Pero en la sociedad colombiana en su conjunto sí ha sentido racismo. “Viene de gente sin educación”, sentencia.
Vive en Villa de Leyva, Boyacá, y ha descubierto 24 especies de insectos en numerosos países de América, según su última cuenta. Dos de ellas —Hemiphileurus elbitae Neita & Ratcliffe y Eideria pedroantonio Neita & Ocampo― las nombró en honor a sus padres, que fallecieron a finales de los 2000.
Aunque hace su vida a cientos de kilómetros de Quibdó, siempre regresa cuando puede. “Las épocas de Semana Santa y diciembre son épocas de Chocó. Eso no se puede cambiar”, sostiene. No está seguro si volverá a vivir allí cuando se jubile. Pero tiene claro que, cuando toque, es donde quiere descansar para siempre. “El día que yo me muera, las cenizas tienen que ir a la selva chocoana”, dice.
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