Si hay mejores, por qué Lenin
Como dice Vargas Llosa, todos los proyectos fallidos del mundo encuentran albergue en nuestro continente. Latinoamérica, con su mal ojo para escoger instituciones, prefiere ser el cuarto de San Alejo de Occidente
Cuando los revolucionarios latinoamericanos salen por el mundo a buscar instituciones, para copiar o imitar, escogen las derivadas de la revolución rusa, a pesar de que son, de lejos, las peores.
Las instituciones inglesas, derivadas de la Revolución Gloriosa de 1688, dieron el poder al Parlamento; las americanas, de la revolución de 1776, crearon los contrapesos y balances entre los poderes públicos. Las francesas de la revolución de 1789 y Napoleón, produjeron la búsqueda de la libertad, igualdad y fraternidad y el Código Civil.
Los barbudos cubanos, los somocistas nicaragüenses y los bolivarianos venezolanos desecharon esas instituciones, y escogieron 1) la hegemonía de un solo partido, 2) la idealización de la revolución, 3) la dictadura de un personaje, y 4) la instauración de la intimidación y el terror.
¿Cómo fundó Lenin esas instituciones? Para Lenin, la Primera Guerra Mundial era la última ocasión en que las clases dirigentes de Europa iban a estar al mando. A los pocos meses de llegar al poder, acordó en Brest Litovsk, Bielorrusia, un cese al fuego con Alemania. Fue una paz arrodillada y vergonzosa. Al punto que los líderes bolcheviques fueron acusados de ser agentes alemanes. Para Lenin y Trotsky, la paz sólo era un paso más hacia la revolución en todo Europa.
Luego, Lenin dijo a países como Ucrania que querían liberarse de Rusia, que podían hacerlo. Pero, ¿quién representaba la genuina voz de los ucranianos? Hábilmente, le dirigió un manifiesto al pueblo de Ucrania aclarando que le reconocían el derecho a la independencia, pero no a que algunos autoproclamados representantes del pueblo sirvieran a los enemigos de Rusia. 48 horas después les declaró la guerra.
Esa mezcla de comunicado oficial, ceñido aparentemente al derecho internacional, seguido de un acto arbitrario al servicio de los bolcheviques, iba a ser un sello personal para avanzar hacia el poder omnímodo.
Lenin dedicó, acto seguido, dos millones de rublos a la diseminación por toda Europa de propaganda revolucionaria, instando a esos pueblos a derrocar a sus gobiernos. Mientras tanto, reunió una asamblea constituyente para escribir la nueva carta de la Rusia postrevolucionaria.
Los bolcheviques eran minoría, y parecía que pronto llegaría el fin a su breve gobierno. Los eslóganes en contienda eran: “Todo el poder para la asamblea”, de otros socialistas revolucionarios; y “Todo el poder para los soviets”, de los bolcheviques.
Los soviets eran reuniones espontáneas de trabajadores, campesinos y soldados, formadas aquí y allá en la geografía rusa. En un error imperdonable, los socialistas decidieron desarmar a sus seguidores, mientras los bolcheviques tenían al ejército. Hubo una demonstración masiva en Petrogrado (San Petersburgo), alrededor de la asamblea, en la que el ejército disparó a mansalva contra la gente. Fue llamada el Domingo Sangriento. A nadie le importó.
La primera propuesta de Lenin para la Constitución fue que Rusia debía ser una república de soviets de trabajadores, soldados y campesinos. En la práctica, significaba delegar la soberanía a Lenin y los bolcheviques, pues ellos se autoproclamaban los representantes de los soviets. Una ecuación simple y efectiva.
Cuando los demás revolucionarios rechazaron su propuesta, los bolcheviques se salieron, fueron a otro salón y, en minoría, declararon disuelta la asamblea, sin avisarle a los que seguían sesionando. A las 4:00 a.m., los soldados irrumpieron en el salón de los asambleístas legítimos y desbandaron la reunión.
Lo único que restaba era convocar un congreso de soviets de trabajadores, soldados y campesinos, que sería el evento fundacional de la Unión Soviética. Ese congreso abolió la propiedad privada de la tierra; definió que empresas, minas y ferrocarriles debían pasar a manos del Estado; agrupó a todos los bancos en una sola institución financiera nacional y pública; y estableció el concejo central de administración en cabeza de Lenin.
Aún gobernaban con otro partido, los Socialistas Revolucionarios de Izquierda (SRI). La manzana de la discordia con ellos fue el tratado de paz de Brest Litovsk. Los SRI jugaron mal sus cartas. Asesinaron al embajador alemán para provocar a Alemania y dejar a Lenin en una sinsalida. Su complot fue un fracaso, salieron del gobierno y el ciento por ciento del poder quedó en cabeza de Lenin.
A Lenin le faltaban los campesinos, pues los bolcheviques eran un partido de intelectuales urbanos. Los atrajo con un decreto que enfrentó a los kulaks, propietarios medianos, con los campesinos asalariados. “Camaradas -escribió-, la revuelta de los kulaks, esas sanguijuelas ricas, debe ser aplastada sin ninguna compasión. Sienten un precedente. Cuelguen públicamente cien kulaks, para que la gente los pueda ver. Publiquen sus nombres y tomen su grano. Posdata, atraigan a gente más dura”.
Para Lenin, el terror bolchevique era necesario para contrarrestar el llamado terror blanco de los contrarrevolucionarios, infundir miedo a la oposición y pánico a la población. “El terror rojo” fue un esfuerzo estatal, sistemático y organizado, y significó el nacimiento del estado policivo.
La ecuación de Lenin ha venido como anillo al dedo a las tres revoluciones latinoamericanas: Triunfo revolucionario = autoproclamación como legítimos representantes del pueblo = simulación de una asamblea constituyente = purga de los demás partidos y entronización del partido único = elevación de su representante a dictador omnímodo = la revolución como fin supremo = terror represivo = diseminación de la revolución en países vecinos como política estatal.
En contraste, en Francia, Gran Bretaña y Estados Unidos hubo suficiente oposición al poder omnímodo de una persona. Las instituciones democráticas resistieron y triunfaron.
No así en las dictaduras de izquierda latinoamericanas. Con las particularidades propias de la historia de Cuba, Nicaragua y Venezuela, cada una recorrió etapas que terminaron en la ecuación de Lenin.
Como dice Vargas Llosa, todos los proyectos fallidos del mundo encuentran albergue en nuestro continente. En lugar de ser descartados y botados a la basura de la historia, Latinoamérica, con su mal ojo para escoger instituciones, prefiere ser el cuarto de San Alejo de Occidente.
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