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El muy difícil camino de Colombia para dejar atrás el gas

Las cifras de consumo y producción indican que el proceso podría ser mucho más largo y difícil de lo que sugiere el anuncio del Gobierno Petro de no cerrar nuevos contratos de extracción

Jorge Galindo
Camión cisterna sale de Ecopetrol
Un camión sale de la refinería de Ecopetrol en Barrancabermeja, Santander.Nicolo Filippo Rosso (Bloomberg)

El anuncio de la nueva Ministra de Minas y Energía de que Colombia no piensa firmar más contratos de gas natural para dejar de emplear esta fuente energética en el medio plazo ha hecho emerger la pregunta de si el país se lo puede permitir, y cómo. La propia Irene Vélez hizo referencia una a una a las alternativas para lograrlo, marcando el orden de preferencia del Gobierno, que equivale al de una transición energética destinada a reducir las emisiones de CO2: renovables primero, nuevos yacimientos después –para ampliar ese puente hasta que las renovables sean suficientes–, importación como último recurso. Las cifras de consumo y generación energética en el país, sin embargo, sugieren que el camino es especialmente estrecho, quizás demasiado como para poder transitarlo en los plazos anticipados.

El 28% del consumo energético en Colombia en 2020 fue gas natural. Este es el primer dato duro que angosta la trayectoria marcada por este gobierno. Solo el petróleo fue más frecuente, y en cualquier caso el gas ocupa más espacio según este último dato que la suma de hidroeléctrica, solar, eólica y las demás renovables.

La evolución de este consumo (segundo ladrillo en el muro) para el gas es sostenida y al alza. La hidroeléctrica tiene ciclos propios del clima y otros factores que la hacen menos constante que los combustibles fósiles. Sol, viento y compañía han crecido en el mix, pero a un ritmo notablemente menor.

Una manera de plantear este hecho (que se resume en el titular de que tres cuartas partes del consumo energético colombiano viene de combustibles fósiles: gas, petróleo y carbón) es la ausencia de voluntad de cambio, política y económica. O, traducido al lenguaje de la ciencia social, de incentivos suficientes para transicionar. Esta parece ser la aproximación detrás del anuncio de la ministra: el bloqueo de nuevos contratos serviría como incentivo para sustituir unas fuentes por otras. Pero, ¿qué pasa si el incentivo no va alineado con un calibrado razonable de los costes de dicha transición? Pasar ese 28% de consumo del gas a fuentes no fósiles implica no sólo la instalación y activación masiva de nuevas plantas, turbinas, molinos, placas. Esa es la parte más obvia. La menos visible es la electrificación del resto de la cadena de difusión y consumo energético: millones de hogares, industrias, flotas de vehículos que hoy dependen del gas para funcionar deberían ser adaptados, modificados o directamente reemplazados. Esto, además, en un contexto de incremento sostenido del consumo de gas, lo cual indica que la inversión en todos estos dispositivos ha aumentado en la última década en Colombia.

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¿Y cuánto tiempo habría disponible para esta descomunal transición? Entre siete y ocho años, según las propias palabras de Vélez. Estos cálculos parecen venir de la simple división de las reservas disponibles y probadas en Colombia a día de hoy, unos 88 kilómetros cúbicos a inicios de 2021, y la producción aproximada: alrededor de 11 (según el año y la fuente considerada). Efectivamente, eso da un margen de 6 a 8 años si el consumo se mantiene constante, así como el saldo de importación/exportación del gas. Es, pues, una proyección que podría calificarse de optimista, pero no fuera de los órdenes de magnitud marcados por los datos.

Asimismo, de 6 a 8 años parece un margen extremadamente escaso para la clase de transformación arriba descrita, tanto en generación energética como en transmisión y consumo. Países con una presencia mucho mayor en su mix de renovables, sin aumentos tan sostenidos en el uso de gas, y de más renta o riqueza que Colombia no se plantean esta clase de plazos. Ni siquiera hay que salir de la región latinoamericana para hacer este tipo de comparaciones. Perú y, más notablemente, Chile han multiplicado su generación de electricidad de fuentes renovables en la última década por encima del (igualmente significativo) crecimiento colombiano. Y aún así Gabriel Boric acaba de llegar a un importante acuerdo de importación desde Argentina, mientras Pedro Castillo se comprometió en marzo a llevar mucho más gas también a su país.

Considérese además que para los dos países las condiciones de partida son más ventajosas que las de Colombia: un vistazo a los Atlas Globales del Sol y del Viento impulsados por el Banco Mundial bastan para confirmar que ambos cuentan con un potencial en radiación solar y flujo eólico mucho mayor. Posiblemente, el rango colombiano más destacado siempre estuvo en la hidroeléctrica, cuyo desarrollo está lógicamente más avanzado aquí, pero también por eso mismo la frontera de posibilidades (y los retos de nuevos proyectos) está más cerca de alcanzarse.

Cabe apuntar aquí que, hasta cierto punto, el gobierno entrante parece asumir estas limitaciones a un fin temprano a la dependencia del gas. Por eso considera desde ya vías para ampliar ese plazo de 6-8 años para la transición. Y aquí entran las dos alternativas citadas en el párrafo inicial de esta nota: yacimientos o importación.

Ecopetrol anunciaba el 11 de agosto el descubrimiento de un yacimiento de gas en aguas profundas, que se suma a otro ya anunciado hace poco. No existe todavía información concreta de cuánto añadirían a las reservas de 88 km3 mencionadas anteriormente, pero si volvemos al dato de consumo anual, el más reciente, del Informe Anual de BP, habla de 13,9 consumidos en 2020. Es decir: cada añadido de ese tamaño a las reservas daría un año extra. Pero incluso ese extra está condicionado a un sinfín de factores estimativos, logísticos y de inversión. Cada metro cúbico de reservas probadas necesita ser extraído, eventualmente transformado o depurado, y distribuido. El proceso para lograrlo (y, por supuesto, los costes que implica, tanto en tiempo como en dinero) varía enormemente en función de la localización del yacimiento, el tipo de gas que tenga, el punto de distribución y los actores involucrados. Los descubrimientos recientes de Ecopetrol más significativos son mar adentro (a unos 2.300 metros de profundidad) y compartidos con otras petroleras internacionales (Petrobras, Shell). Todo ello implicaría no sólo una inversión importante sino la consolidación de acuerdos con varios países involucrados, lo que complica enormemente hacer un cálculo preciso de lo que Colombia puede llegar a usar de estas reservas, a pesar de las esperanzas mostradas tanto desde el Ministerio como desde la alta dirección de la petrolera nacional. Los plazos de uso de estas reservas parecen por tanto tan inciertos como su dimensión.

La última alternativa disponible para cubrir la demanda es la importación. Aquí, Vélez se refirió de manera explícita a Venezuela. Y, efectivamente, el país vecino no sólo cuenta con las reservas más grandes del continente, sino también las menos usadas: el ratio de producción anual sobre gas disponible es de apenas 1/250.

Pero los retos logísticos y operativos de la importación también existen, especialmente considerando la degradación de la infraestructura física e institucional que ha sufrido la otrora potencia energética. No hay un indicador nítido de cuánto podría realmente cubrir Venezuela a pesar de que existiera voluntad política, ya declarada desde la empresa estatal PDVSA a través de la reactivación de un gasoducto que conecta a ambos países y hoy yace abandonado. Y ese es el otro problema de la dependencia, quizás el más evidente: ¿valdría la pena reemplazar consumo nacional de gas por confianza en un gobierno no sólo autoritario, sino también territorialmente débil y poco estable? Los países europeos, de hecho, están hoy sufriendo para huir de una trampa similar, en la que se metieron al decidir que Vladimir Putin podía ser un socio razonable para proveer de gas a decenas de millones de hogares bajo el paraguas de la UE. La situación es distinta, pero los riesgos políticos existen. Por ejemplo, en la complicación que significaría una eventual activación de la importación de gas en una frontera con una presencia estatal tan precaria mientras se produce un diálogo con el ELN, grupo armado que precisamente mantiene presencia en esa zona, y que podría identificar esta renovada necesidad del Estado colombiano como una vulnerabilidad que poner de su lado para ganar poder de negociación.

La paradoja última se da al considerar eventos extremos. Si en los próximos dos o tres años llega una época de sequía intensa y sostenida, quizás favorecida por el propio cambio climático, y Colombia lo enfrenta, por ejemplo, con una dependencia mayor de la hidroeléctrica de la que ya hoy tiene (elevada de por sí), ¿se verá obligado el país a intercambiar independencia política y energética (con Venezuela o con otro país, como EE UU, también productor y exportador de gas) para evitar apagones similares a los que ya sufrió a principios de los años noventa? ¿Cuál sería el coste no sólo político, sino también social y económico de una situación como ésta? Efectivamente, el camino a transitar para la transición energética es siempre estrecho porque requiere de un equilibrio entre los incentivos necesarios para completarla y el soporte para hacerlo a un ritmo y a un precio razonable para la sociedad. Pero los datos aquí considerados sugieren que quizás la renuncia inmediata a contratos de gas lo estrecha en exceso.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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