Paco el opaco
Correa vendió sinceridad y empatía, pero en realidad midió sus palabras y destiló autocomplacencia
“Disculpe. Me he tomado dos cocacolas, necesito orinar”, y Francisco Correa paró el juicio entre risas a las 17.43 de la tarde. Así fue todo el día, dominando la escena. Llegó tan sobrado que se olvidó la gabardina en el control de seguridad. Con traje oscuro, elegante, institucional se podría decir, preparado para su show. Deseoso de protagonismo aunque fuera en un juicio. Más que una confesión fue una concesión: Correa accedió a contar la verdad a España, así se refería a su audiencia, como si se hiciera de rogar. Se dedicó a novelar su propia aventura, con un tema básico: yo, Paco Correa, era la hostia, y si me apuras lo sigo siendo. En su megalomanía con gomina rebautizó el proceso “macrocaso Correa”.
Prometió una docena de veces que iba a decir la verdad, y en realidad contó lo que le dio la gana. Todo empezó en 1993, por un mal negocio que casi le hunde. Y fue y dijo: “Yo quiero ser opaco”. Paco el opaco empezó así, por desengaño. Es rebelde porque el mundo le hizo así. “Desde que soy pequeño apoyo las causas débiles”, reflexionó. El único mitin de su vida fue uno de la Pasionaria, con su padre, exiliado del 39. Hasta que Bárcenas le llamó para montar uno. “¿Qué es un mitin?”, dice que dijo. Gran metáfora ibérica del hombre hecho a sí mismo: de no saberlo a organizar 348 actos para Esperanza Aguirre.
Su colaboración con el PP nació de “un problema grave con habitaciones” en un congreso democristiano. Luis Bárcenas le llamó para una emergencia logística y se la resolvió. Y eso que, aclaró, “venía del otro lado” y había tenido “escarceos” con el PSOE. “Luego me fue dando juego”, resumió. Pero llegados al meollo, aclaró que no hizo nada malo, salvo “alguna irregularidad”. “Una comisión? Pues sí la di: mi mentalidad es la del sector privado”, como si fuera un problema de estrechez mental, de que la gente no se entera de cómo funciona el mundo. “La primera vez que oigo hablar de cohecho, y ¿cómo se dice? prevaricación, es cuando me detienen. Y de dádiva se dice, me parece”. Puso un buen ejemplo: “¿Quién se cree que nos dieron Fitur porque le regalamos una corbata a Paco Camps?”. Y volviendo al cuento de navidad: “Es que desde que soy niño en Nochebuena se regalan cosas”.
Para el rey del cohecho eso no tenía ni nombre, era la materia primigenia del negocio, inasible como el polvo de las galaxias: “Se hacía con cualquier partido. Era la práctica habitual de país, de sistema”. Su único error, admitió, no facturar, pero porque nadie quería factura. Desde luego, qué país. Los regalos tenían muchos nombres en sus papeles: “sobre”, “contribución”, “aportación”, fulanito “se queda” tanto… En uno de los cientos de apuntes que le mostraron se llegó a ver un sobre de 1,3 millones de pesetas en 1998. Había otro para un tal “Dvito”, pero él negó ser Don Vito: “No sé quién se lo ha inventado”, lamentó, y eso que fue él, lo dice en una grabación. “No soy un mafioso, soy un trabajador”. Relató una escena un poco de El Padrino, casi bíblica, cuando hizo llorar a José Luis Peñas, que le grabó dos años a escondidas, al decirle delante de su hija, durante un paseo, que un día le iba a traicionar. En la sala parecía oírse la mandolina.
Al final, hasta se permitó aconsejar al tribunal: “Estas personas que están aquí sentadas no tenían que estar, han hecho un trabajo como empresas de cualquier país”. Es más, aunque parecía que improvisaba como en el bar, medía mucho las palabras y hubo rayas rojas que ni tocar: Agag, Aznar, Rajoy, y tampoco le preguntaron, la verdad. En una ocasión dijo que mejor se callaba sobre algunos nombres de un despacho de abogados de Ginebra de Ramón Blanco Balín, exconsejero delegado de Repsol, porque si no abría las noticias esa misma tarde. Se veía que le gustaba seguir metiendo un poco miedo, fantasmeando. La sala asumió con entereza el suspense, nadie dijo ni mu y se pasó a otro tema con naturalidad.
En el relato también aparecieron personajes secundarios, como un torerillo de Salamanca que dejó los trastos y se fue con él, o un aficionado del Atleti que Correa conoció en el palco del Calderón y le dijo que era juez. Le cameló durante meses haciéndole creer que era un pez gordo, amigo de Garzón, hasta que descubrió que era un mitómano que se había inventado todo. El pobre hombre al final se suicidó. Correa contaba a veces con excelente pulso de narrador las pequeñas y grandes escenas de la corrupción en España, de lo cómico a lo trágico.
En cuanto a su red de empresas, explicó que lo hizo para poder abrirse a otros clientes y que no le encasillaran como alguien del PP. “Si quedas identificado con un partido quedas handicapado”. Él sí, desde luego, el partido no tanto. Correa destilaba aún ofensa por el día de su arresto, en 2009, como si su trama tan bien engrasada fuera "un laboratorio de cocaína". En su opinión se habría podido arreglar como él arreglaba las cosas: le llama el juez Garzón al despacho, "me tira de las orejas", paga la multa y ya está. Será por dinero. Pero es que, matizó, el asunto tenía “connotación política”, que por cierto es desde el principio la tesis del PP.
Se oyeron muchas escuchas, pero la verdad es que tenían un horror de sonido, parecían psicofonías o un afterhours de borrachera. En la sala se podía leer la transcripción en la pantalla, pero el letrado Miguel Durán, que es ciego, intervino dos veces para decir que no entendía nada. Correa se tomó las grabaciones con deportividad. Dijo dos veces que le importaba “un rábano” que le grabaran, “porque no he matado a nadie ni soy socio de Bin Laden” y “no soy un terrorista”. Es decir, seguía con lo suyo: no hizo nada malo. Era lo normal. Hubo un momento delirante, de metacomedia, cuando se le oyó en una llamada pinchada quejarse de que su socio Pablo Crespo se estaba volviendo paranoico: “¡Está loco! ¡Se cree que está pinchado! ¡No se puede hablar con él! ¡Está obsesionao!"”. Y efectivamente. Hasta a Correa le dio la risa.
El clímax de la narración épica se alcanzó tras la audición de una conversación donde Correa apañaba un enchufe con Carlos Clemente, ex alto cargo de la Comunidad de Madrid. Al terminar no cabía en sí: “No se puede imaginar la alegría que me da. Me ha dado subidón”. Lo decía porque en esa charla cutre y vergonzante, con el llanto de un bebé de fondo, él se veía en realidad como un gran magnate en la pomada mundial. “No se puede imaginar lo que yo viajaba, y proyectos muy importantes, petróleo en Panamá, Venezuela…”. Le embargaba la nostalgia del personaje que estaba convencido que era y ya solo ve él. A las siete horas aún quería seguir, y pasar allí la noche si hacía falta, aunque la fiscal ya estaba derrumbando su telenovela. Se fue como el hombre del momento, y no como alguien a quien piden 125 años de cárcel.
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