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Crítica:TEATRO | 'EL ALCALDE DE ZALAMEA'
Crítica
Género de opinión que describe, elogia o censura, en todo o en parte, una obra cultural o de entretenimiento. Siempre debe escribirla un experto en la materia

La herencia

Nunca dejo de espantarme de nuestros antepasados cuando veo un drama clásico, y sobre todo de la herencia que guardamos de ellos, atenuada o simplemente disfrazada. El alcalde de Zalamea, de Pedro Calderón de la Barca, (de quien se ha celebrado el pasado año el IV Centenario de su nacimiento) pasa por ser una de las más progresistas, y lo es en cierto sentido: indica el paso del feudalismo al poder único del rey y la aceptación de la jurisdicción común para castigar el delito de un militar. Está tan rodeada la tesis de relatividades que alarma: se sitúa tiempo atrás, en el de Felipe II; la muchacha forzada salva la vida que debían tomarle su padre o su hermano -que está a punto, el muy bestia; y ella lo comprende muy bien- por haber arrojado el deshonor sobre la familia, pero va derecha a un convento a cumplir su cadena perpetua; Don Lope, jefe del Ejército, va a arrasar al pueblo que ha dado garrote al violador militar cuando aparece el rey y mejora las cosas, aun haciendo comprender que eso está mal; el padre de la muchacha es un villano, un labrador, pero es el más rico de la comarca, y, además, ese mismo día le hacen alcalde. 'Ya tienes el padre alcalde', le dice a su hija mancillada, de cuyo dolor apenas se preocupa nadie, con una forma muy castiza de explicar que, de no ser autoridad, aunque villana, no podría vengar a su hija. También parece que el proceso y el garrote vil aplicado al capitán es poco correcto, aunque el rey que lo mira por encima dice que está muy bien, pero que, por lo menos, debían haberlo degollado por su calidad de hidalgo. En fin, éste es un país en el que todavía se matan mujeres por cuestiones de honra, y cerca de nosotros hay países que lo siguen practicando. ¡Al cuerno el siglo XXI!

Sin embargo, la obra tiene un gozo popular que el director Belbel ha acentuado como ha podido, y es la figura de Pedro Crespo: su forma de defender libertad e independencia, la buena conciencia que muestra continuamente y que se hizo famosa en la escena en que da consejo a sus hijos, en los que contiene la idea de que la razón debe prevalecer siempre sobre la fuerza; y en las teatrales escenas en las que replica en su mismo tono a Don Lope de Figueroa. Con tonos de humor que entusiasman al público, con el brío y con la penetrante voz del actor Roberto Quintana, que da toda su fuerza al alcalde, este público encuentra más fácil incorporarse al progresismo que buscar sus encubrimientos, y encuentra la obra a su gusto.

La presentación tiene regularidad. La asesoría de María Jesús Valdés en la dicción del verso resulta muy útil, en cuanto hace que se entienda bien, que tenga la música posible y que no se desmande. La escenografía tiende a ser fea, y a veces, con algunas de las luces, lo consigue muy bien. Yo tengo a la espalda algunas decenas de alcaldes, y a muchos los recuerdo: el de Guillermo Marín, el de Ricardo Calvo, el de Enrique Borrás, el de Fernando Fernán-Gómez y, el último, el de Jesús Puente dirigido por José Luis Alonso. Con este inconveniente del recuerdo, temo que éste que he visto ahora se me olvide pronto.

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