La guerra de Trump contra los medios
En ninguna campaña electoral se había llegado al nivel de beligerancia desplegado por el magnate
Cuentan que Lyndon B. Johnson, cara a cara con una joven periodista que se atrevió a preguntarle algo embarazoso, miró fijamente a su interlocutora y le dijo: “Esta usted ante el presidente de los Estados Unidos de América y el líder del mundo libre, ¿y se atreve a hacer esa pregunta que es como mierda de gallina? “ No fue el único presidente convencido de que la prensa mayoritaria tenía algo contra él, y que intentó declararle la guerra. Nixon, más taimado, utilizaba para esos ataques a su vicepresidente Spiro Agnew. Reagan fue el primero en darse cuenta de que, en la era de la televisión, bastaba con suministrar imágenes atractivas para dar de comer a los informativos, sin necesidad de exponerse a incómodas ruedas de prensa. Su equipo de comunicación instauró la práctica de permitir que se grabara al presidente caminando por los jardines de la Casa Blanca al helicóptero presidencial. Entre el ruido ensordecedor del motor y las aspas, quedaban apagadas las preguntas de los periodistas sobre el escándalo del Irancontra y sólo se veía a un presidente sonriente y enérgico que saludaba a los pocos curiosos congregados.
Nunca, sin embargo, se había llegado al nivel de beligerancia desplegado por Donald Trump, que logra inyectar de sangre los ojos de sus seguidores más fanáticos cada vez que menciona a un medio convencional como el New York Times o la CNN. “Press-ti-tutes, press-ti-tutes”, gritan en sus actos electorales, en un chusco juego de palabras. “La mitad de la población de Estados Unidos no ha leído nunca un periódico. Y la mitad de los americanos no ha votado nunca a un Presidente”, decía con su habitual cinismo Gore Vidal. “Solo espero que no coincidan esas dos mitades”.
A estas alturas parece claro que Donald Trump ha captado la atención de esa mitad de los estadounidenses. No son iletrados, por supuesto. Simplemente, desprecian el rigor y la perseguida ecuanimidad de la prensa convencional. Quieren reafirmarse en sus convicciones previas, y para eso ya disponen de unas redes sociales que se han convertido en círculos cerrados de partidarios y detractores –Trump tiene más seguidores en Twitter que el Wall Street Journal o que el Washington Post-, de blogs y páginas web de la llamada “derecha alternativa” (alt right) como Breitbart.com, y de una cadena tan influyente en el debate político como Fox News, propiedad del ultraconservador Rupert Murdoch. Y ni siquiera algunas estrellas de esta cadena se libran de los ataques de Trump.
En este mundo paralelo del que se nutren los seguidores de Trump, da igual que lo que se cuenta sea verdad o no. Da lo mismo que el candidato haya logrado ser el mayor mentiroso que ha pasado por la arena política estadounidense. Algunos medios hablan ya de la “era postfactual”, o de la era “postverdad”. Nada importan las calumnias o las injurias porque el código ético y profesional de estos nuevos medios no tiene nada que ver con el periodismo tradicional, tal y como se entendió y veneró en Estados Unidos.
La reacción de los medios tradicionales ha acabado siendo demasiado visceral. Amenazados por un cínico al que los titulares no le intimidan, han intentado desplegar toda su artillería con escasos resultados. The New York Times, en su descomunal para nuestros hábitos formato sábana llegó a dedicar dos páginas, dos, a todos los insultos que Trump había vertido en Twitter. No está claro, más allá del curioso ejercicio periodístico que supuso, que tuviera alguna influencia en el transcurso de la campaña.
De algún modo, los medios principales –especialmente las televisiones,especialmente CNN-se han sentido obligados a expiar el pecado de haber dado un tiempo de cobertura excesivo a una candidato histriónico y arrogante que, no nos engañemos, elevaba los índices de audiencia.
P.D. : Me recuerda acertadamente Andrea Rizzi, redactor jefe de Internacional de EL PAÍS, que fueron dos medios convencionales, The New York Times y The Washington Post, los que desvelaron los dos hechos que más han contribuido a desenmascarar a Trump: todos los años en los que evitó pagar impuestos, y el infame vídeo en el que el candidato republicano explicitaba su modo de aproximarse a las mujeres. Quizá, después de todo, el surgimiento de una amenaza tan evidente como la de este millonario populista, demagogo, racista y xenófobo ha servido de llamada de atención para que la PRENSA, con mayúsculas, recupere su papel.
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