Cholou: “Me gustaría ir a la escuela como iba antes”
La chica, de 13 años, vive junto a su familia en una choza junto a la carretera
A Cholou Aleyrom, de 13 años, apenas le dio tiempo a recoger sus cosas. “Nos vamos”, le dijeron sus padres una mañana de comienzos de enero y ella y sus tres hermanos se echaron a caminar. No estaban solos, junto a esta familia iban los 4.000 habitantes de Argou Goumseri, un pequeño pueblo de Níger situado junto a la frontera con Nigeria. La noche anterior, miembros del sanguinario grupo terrorista Boko Haram habían penetrado en la aldea saqueando las tiendas y robando animales. Nadie se enfrentó a ellos. Demasiados muertos. Demasiado miedo. Ahora Cholou y su familia viven en un pequeño refugio construido con ramas y paja justo al lado de la carretera nacional 1. El harmatán, el viento del desierto, no da ni un segundo de tregua y por la noche hace tanto frío que no queda ningún niño que no se haya puesto enfermo.
“Me gustaría ir a la escuela como iba antes”, dice Cholou sentada a la puerta de su nuevo hogar, este improvisado abrigo en el que los cuatro hermanos y sus padres duermen sobre alfombras mientras la arena se cuela entre las rendijas. Está preparando la comida a base de niébé, una especie de haba corriente en esta zona, con la ayuda de su madre, Awa. A su alrededor, el paisaje está dominado por otros refugios tan miserables como el de ellos y por unos pocos árboles de ramas arrasadas para hacer leña con la que calentarse por las noches o cocinar. “No me gusta este lugar, pero al menos es más seguro que el pueblo”, añade.
Si alguien sufre de manera especial la violencia de Boko Haram son, precisamente, las mujeres. No sólo como refugiadas, sino también como víctimas directas. El secuestro de más de doscientas niñas en Chibok hace casi dos años sacó a la luz el siniestro proceder de este grupo terrorista que utiliza a sus cautivas como esclavas sexuales o botín de guerra. Y, en una vuelta de tuerca de este conflicto que no ha dejado de intensificarse desde 2009, la utilización de adolescentes como suicidas en mercados o mezquitas pone de manifiesto la crueldad de la que son capaces. Y, en el fuego cruzado, cientos de mujeres nigerianas acusadas de complicidad con el grupo han sufrido cárcel o tortura por parte del Ejército. Por eso para muchas de ellas huir es una cuestión de vida o muerte.
A ambos márgenes de la carretera, la única vía asfaltada que atraviesa Níger de este a oeste, han florecido decenas de asentamientos como este, el nuevo hogar de unas cien mil personas. Unos llegaron hace un año, otros se siguen instalando estos días. Vienen de Nigeria, de las islas del Lago Chad, de la zona fronteriza ya en Níger. Los llaman refugiados, desplazados o retornados, pero todos huyen de lo mismo. El río estacional Komadougou que divide a ambos países está ya casi completamente seco y los miembros de Boko Haram pueden cruzar y moverse sin problemas. Nadie está a salvo.
Huidos de la violencia
Según la agencia de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR), el conflicto en el noreste de Nigeria con Boko Haram ha forzado a más de 220.300 personas a buscar refugio en países vecinos desde 2013, 138.300 de ellas en Níger (tanto nigerianos como nigerinos), 61.000 en Camerún, y 14.100 en Chad.
Además, más de 2,2 millones de personas se encuentran desplazadas en el interior de Nigeria, principalmente en los estados de Adamawa, Borno y Yobe. En Níger, las incursiones de los insurgentes han provocado el desplazamiento de unas 50.000 personas dentro del país.
En las últimas semanas los incidentes violentos se han multiplicado y la familia de Cholou, como todas las demás, prefirió alejarse del pueblo e instalarse junto a la carretera por donde al menos transita de cuando en cuando alguna unidad del Ejército nigerino. Y por donde puede llegar, cuando llega, la ayuda internacional. Junto al asfalto son más visibles. Existen. Cada día, la pequeña debe recorrer un par de kilómetros hasta el pozo más cercano en busca de agua; atrás quedaron sus campos de cultivo junto al río, y para comer tiran del mijo o el arroz que distribuyen las agencias de Naciones Unidas o las organizaciones internacionales. La vida no es fácil, pero se sienten más seguros.
Como Argou Goumseri, unos 70 pueblos han sido abandonados. Unas 350.000 personas, muchas de ellas mujeres y niños, han dejado sus hogares y se han instalado en casas de parientes o en medio de la nada. No quieren ir a los campos de refugiados. No tienen papeles, nunca les hicieron falta, y tienen miedo de acercarse por Diffa, donde también reina el pánico a todo recién llegado. Prefieren la carretera, que les dará una oportunidad de comerciar y la posibilidad de mantener su identidad como pueblo.
Han venido para quedarse. El refugio donde vive Cholou Aleyrom se irá convirtiendo, poco a poco, en una casa. Los muros de paja se reforzarán primero con plásticos, luego con barro. Las paredes serán más sólidas, el techo más estable. Y Cholou irá pronto a la escuela cuando UNICEF termine de construir unas aulas improvisadas para los niños desplazados. Y el sobresalto que se ha colado en su vida irá desapareciendo. Nada será como antes pero intentarán que se parezca. Es el destino de los que huyen de una violencia que no cesa.
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