Somalíes en la casa de la pradera
La transformación demográfica en Estados Unidos llega al corazón de Iowa, en la América más rural, donde ahora conviven judíos, hispanos y africanos
Ante el ventanal del restaurante Sabor de México, desfilan cada día judíos hasídicos, guatemaltecos exhaustos, mujeres somalíes con la cabeza cubierta, agricultores locales que hasta hace unos años jamás habían visto a una persona no blanca o no cristiana por aquí. “Esto es un Nueva York chiquito”, dice el camarero Paco Garrido, mexicano de 37 años.
Rodeado de pastos y cultivos, Postville, un pueblo de 2.200 habitantes en Iowa, aparece al recién llegado como una estampa de la declinante América rural, lejos del lugar idealizado de los pueblos donde todos se conocen y donde la vida es más pura: el país de las películas de Frank Capra o de La casa de la pradera, cuya autora, Laura Ingalls Wilder, creció a 50 kilómetros de Postville.
Comercios destartalados, tráfico escaso: la calle principal de Postville recuerda a tantos centros urbanos del Medio Oeste. Pero Postville es otra cosa. En la calle se oye hablar tanto español como inglés. En algunos comercios se leen carteles en hebreo. En la calle principal, hay un templo protestante y dos sinagogas. Una se alza puerta con puerta con la mezquita de los somalíes.
“Las señales del fin están por venir. Y ¡ay! de aquel que no se prepare”, dice a los congregados en la Iglesia Apostólica de Cristo Señor el pastor Jorge, un mexicano de Durango.
Postville es una isla multicultural en Iowa, un Estado rural y blanco con sólo 5,5% de hispanos y 3,3% de negros —en el conjunto del país son 17% y 13%, respectivamente—. Este pueblo es un ejemplo extremo de que EE UU ha cambiado definitivamente, de que la imagen del norteamericano como un blanco, anglosajón y cristiano ha dejado de ser válida. Postville prueba que la diversidad no es una cuestión solo de las grandes ciudades o de los Estados de frontera: cuando ha alcanzado un pueblo como este, a centenares de kilómetros de cualquier capital, es que no hay marcha atrás. Fenómenos endémicos en zonas urbanas se extienden a las regiones rurales: no sólo la inmigración, sino el desempleo, la pobreza, la delincuencia, la droga.
La primera fecha clave para entender cómo Postville pasó de ser un rincón de Iowa a este experimento multiétnico es 1987. Y el personaje clave es Aaron Rubashkin, un carnicero judío del distrito neoyorquino de Brooklyn que compró un matadero abandonado y lo convirtió en una planta de carne kosher, es decir, adecuada a la religión judía. “En 1996, la planta se había convertido en la mayor del mundo gestionada y en propiedad de los judíos hasídicos conocidos como lubavitchers”, escribe el periodista Stephen Bloom en el libro Postville. Choque de culturas en el corazón de América, publicado en 2000. “Cada semana, 1.300 reses, 225.000 gallinas, 700 corderos y 4.000 pavos entraban a la planta renovada, y cada semana 1,85 millones de libras [840.000 kilos] de vaca, gallina, cordero y pavo salían en camiones refrigerados en dirección a Chicago, Nueva York, Los Ángeles, Miami. La carne era tan apreciada que incluso volaba a Jerusalén y Tel Aviv”.
El desembarco de los judíos ortodoxos de Brooklyn fue el primer choque: para muchos locales eran extraterrestres, pero trajeron una prosperidad inesperada. Después llegaron sucesivas olas de inmigrantes para trabajar en la planta: ucranios, mexicanos, centroamericanos...
Segunda fecha: 12 de mayo de 2008, en los últimos meses de la Administración Bush. Con un despliegue militarizado —dos helicópteros, decenas de agentes—, las autoridades federales detuvieron a más de 300 personas. Sholom Rubashkin, hijo de Aaron, fue condenado en 2010 a 27 años de prisión por fraude fiscal. Postville, el pueblo anónimo, ocupaba los titulares de la prensa nacional. No hubo en EE UU muchas más redadas a escala semejante ni con tal exhibición de fuerza. Con la llegada de Barack Obama a la Casa Blanca, en enero de 2009, las deportaciones de sin papeles aumentaron, pero con métodos más discretos.
Postville acusó el golpe. Al día siguiente de la redada, 120 niños no asistieron a la escuela, recuerda el director, Chad Wahls. Temían que los deportasen. “Fuimos casa por casa”, dice Wahls. En unos días logró que volvieran a las aulas. “Doce niños se marcharon: nunca regresaron”.
Ahora la planta tiene otro propietario y otro nombre: Agristar. Sigue produciendo carne kosher. Un día, durante una visita a una de las sinagogas, un estudiante veinteañero dijo que el rabino no podía atender a los visitantes: estaba en la planta.
Como en cualquier barrio de Nueva York o Los Ángeles, el paisaje humano se transforma sin cesar. En los últimos años han aterrizado los somalíes, algunos desde Mineápolis, a 300 kilómetros, la capital de la comunidad somalí en EE UU y otros, de campos de refugiados en África.
“Les tienen miedo a los gatos”, dice una mujer mexicana en alusión a los judíos ortodoxos. “Los barbones”, llama otro hombre a los rabinos. Los somalíes son “los morenos”. ¿Prejuicios? La realidad es más una convivencia lado a lado que una integración. Respeto, pero no mezcla.
“Lo peor ha pasado”, dice en alusión a las consecuencias de la redada Fred Wilker, un agricultor que vende calabazas y otras frutas y verduras en un aparcamiento.
Sin la planta cárnica este sería otro rincón moribundo de la América interior. Y seguramente Wilker no estaría vendiendo calabazas. ¿La diversidad? “Creo que es fantástica”, responde. Sin Agristar, quizá no habría calabazas ni Postville ni escuela.
La mitad de alumnos de la escuela primaria e intermedia son hispanos. Cerca de un 10% son de origen africano. En los pasillos y las aulas se hablan nueve idiomas, incluido el tagalo. Este es el futuro de Postville. Y de Estados Unidos. “Algunos de los niños que se han graduado en la escuela se quedan a vivir aquí”, apunta Wahls. “Esto traerá un cambio”.
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