Nigel Farage o el populismo británico
El líder del partido UKIP ha encontrado en la fobia a la inmigración la piedra filosofal para convertirse en la fuerza más votada en las elecciones europeas
A sus 50 años recién cumplidos, Nigel Farage está en el cielo político y la cuestión es si ya ha tocado techo o aún tiene margen para seguir escalando. En puridad, no es nadie en la política británica porque ni siquiera está en los Comunes. Peor aún: es diputado del Parlamento Europeo, una institución que muchos británicos desprecian y él desmantelaría si pudiera.
Pero, ¿por qué, si es técnicamente un don nadie, es el político del año en Reino Unido? Porque su partido protesta, el Partido para la Independencia de Reino Unido (UKIP), ha puesto patas arriba la política británica al ganar las elecciones europeas y poner en ridículo a los tres grandes partidos.
Y porque es muy popular, además de populista. Este hombre-orquesta, que sostiene al UKIP pinta en mano y sonrisa de oreja a oreja, ha encontrado en la fobia a la inmigración la piedra filosofal para derrotar por primera vez a conservadores y laboristas en unas elecciones nacionales desde 1910.
Su secreto es parecer un hombre normal, aunque está muy lejos de serlo. Lo que más le acerca a la normalidad es que sigue viviendo en el pueblo donde nació, Downe (Kent), 30 kilómetros al sureste de Londres, pero a todo un mundo de distancia; que hace más de 30 años que es parroquiano de su pub local, el George & Dragon; y que no tiene pelos en la lengua. Eso último le convierte en un político fuera de lo común. Como es poco común entre los políticos presumir de que le encanta beber y fumar “porque solo se vive una vez”.
Es un hombre lleno de contradicciones, un antieuropeo que ama Francia y está casado con una alemana
Es un hombre lleno de contradicciones, un antieuropeo que ama Francia y está casado con una alemana; un capitalista acérrimo que cree en el mercado global pero quiere mantener a toda costa los modos de vida de la Inglaterra provinciana; un conservador que defiende la legalización de las drogas y la prostitución (aunque detesta las dos cosas) pero se opone al matrimonio gay (aunque quizás no les deteste).
Y debe tener un ángel de la guarda porque ha esquivado la muerte varias veces. Pudo morir a los 21 años, cuando le atropelló un coche estando tan borracho que tuvieron que dejarle sedado varias horas antes de operarle para que bajara el nivel de alcohol; o del cáncer de testículo que padeció siendo aún joven; o cuando capotó la avioneta en que viajaba en 2010. Es también políticamente incombustible. Nada parece afectarle. Ni que una chica lituana le contara a un tabloide una noche loca de sexo muy vicioso con él, ni que le pillaran en un club de striptease en Francia. O ignorar qué políticas defiende la web de su propio partido (“hace siglos que no la veo”). O proclamar su admiración por el presidente ruso, Vladímir Putin, por su habilidad para engañar a los europeos en Siria y Ucrania.
Europa, o mejor dicho, la UE, tiene la culpa de casi todo. Y llega incluso a lo personal. El presidente del Consejo Europeo, el belga Herman Van Rompuy, tiene pinta de “botones de medio pelo” y Angela Merkel “es increíblemente fría”. Sobre todo en privado.
Él no puede ser más cachondo. Hasta sus rivales aceptan que es un hombre divertido, el alma de cualquier grupo. Lo era ya en el Dulwich College, su elitista escuela del sur de Londres. Y lo era también en el London Metal Exchange, el mercado de metales y minerales en el que Farage se metió nada más acabar la secundaria, despreciando la posibilidad de ir a la universidad y siguiendo el camino de bróker de su padre, que les había abandonado a él y a su madre cuando el pequeño Nigel tenía cinco años y del que heredaría el gusto por la bebida y el talento para la bolsa. A los 21 años, Farage ya ganaba 200.000 libras al año, equivalentes hoy a unos 700.000 euros.
“Bebe y fuma demasiado”, le ha confesado al Daily Telegraph su esposa, Kirsten, una antigua bróker alemana con la que se casó en segundas nupcias en 1999 y a la que emplea como su secretaria con dinero del Parlamento Europeo. Eso le ha valido acusaciones de hipocresía y de doble rasero. Por emplear a un familiar al tiempo que denuncia las corruptelas de la clase política, del establishment. Y por emplear a una extranjera mientras acusa a los inmigrantes, y en especial los de la UE, de dejar sin trabajo a los británicos.
Se le atribuyen frases como: "No tenemos que preocuparnos por el voto de los niggers"
Es esa tendencia a moverse entre dos aguas, a predicar mucho y practicar poco, lo que hace pensar a algunos que el actual terremoto político tiene fecha de caducidad. El UKIP sigue siendo un partido de un político (Farage), dos políticas (Inmigración y Unión Europea) y muchas dudas. “Parece un hombre muy amigable, abierto y jovial, pero entre bastidores es muy inseguro”, advierte un antiguo colaborador suyo, Richard North, con el que acabó muy mal.
“El partido que yo fundé se ha convertido en un monstruo de Frankenstein”, asegura estos días en The Guardian el hombre que en 1993 creó el UKIP en su despacho de la London School of Economics. Alan Sked, profesor de Historia Internacional que dirigió el partido hasta 1997, recuerda: “Cuando yo era líder no queríamos estar en el Parlamento Europeo para no darle legitimidad. Ahora, el UKIP dice que los estafadores del Estado de bienestar vienen de Europa del Este pero ellos son los primeros estafadores. No hacen nada en el Parlamento Europeo y se quedan el dinero”.
Sked ha reiterado lo que ya dijo en 2005: que Farage y la gente que hay ahora en el UKIP son racistas. En 1997, cuando discutían el perfil de los candidatos que necesitaban, “Farage quería gente que había estado en el Frente Nacional y yo le dije que no lo tenía muy claro, y me dijo: ‘No tenemos que preocuparnos por el voto de los niggers [término despectivo para los negros]. Los nig-nogs [expresión también despectiva para referirse a los negros] nunca votarán por nosotros”.
Farage siempre ha desmentido que dijera eso y asegura que no ha usado la palabra “nigger” desde que tenía 15 años. Pero cuando hace poco dijo que no le gustaría tener a 10 rumanos como vecinos, volvieron las acusaciones de racismo. Hay algo que no cuadra en el UKIP.
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