¿Se ha cansado Brasil de ser “el país del futuro”?
Los políticos brasileños deben mantenerse vigilantes ante un descontento difuso y una revolución silenciosa que ha estallado en el país y que puede ser un presagio de tormentas mayores
Brasil, el gigante americano, está en una encrucijada. Para algunos con peligro de derrapar en la próxima curva. En este momento todo el mundo está crispado y casi incrédulo. “Brasil es un caos”, es la frase que más se escucha en la calle.
Lo cierto es que Brasil forcejea por salir de una situación que ha comenzado a incomodarlo: se ha hartado de ser "el país del futuro" y quiere serlo del presente, ahora. No le bastan promesas, y menos incumplidas. Y quiere un hoy con calidad de vida. El 73% de los brasileños quiere “cambios”, inluso radicales.
Se repitió durante mucho tiempo que Brasil era el “país del futuro” y se presentaba a la empresa Petrobras como la joya de la corona, el emblema de la eficiencia empresarial, una empresa modelo en el mundo a la que hoy se le están viendo sus pies de barro.
Calificar a Brasil de país del futuro llevaba implícito que aún no era un país adulto sino más bien un adolescente. Acunados por ese mantra, los brasileños se sintieron esperanzados aún sufriendo las garras de la realidad presente, llena de injusticia social, desigualdades dramáticas y servicios públicos de tercer mundo.
Ahora, los brasileños quieren ser adultos, sin esperar ese futuro incierto, porque además el reloj de la Historia se ha acelerado y sus hijos y nietos -que sí serán el futuro Brasil- nacen ya con el pie en el acelerador y la mano en el smartphone.
Bajo esta óptica es necesario analizar ese escozor, ese desencanto y hasta esos pruritos de violencia repentina y de desasosiego generalizado de gentes que no se sienten ya a gusto y quieren cambiarlo todo, aunque sin saber aún cómo hacerlo.
Brasil debería, en este momento, mirarse sobre todo en el espejo de los países hermanos contagiados por el virus de un populismo trasnochado y corrupto, rayano en el autoritarismo dictatorial, como ha denunciado en este diario con dureza el escritor Mario Vargas Llosa refiriéndose al socialismo bolivariano de Venezuela.
Es sintomático que en todos los países donde se ha desencadenado con violencia un movimiento de protesta para cambiar las cosas, dicha revuelta ha sido capitaneada sobre todo por los jóvenes, que han acabado arrastrando a su causa a otros sectores de la sociedad que confraternizan con sus aspiraciones.
¿Y en Brasil? Algo que deberían tener en cuenta los que gobiernan los países, incluso los que viven en una democracia decente aunque siempre imperfecta como la brasileña, es que los jóvenes representan un impulso hacia el cambio.
Los jóvenes necesitan estar en primera fila cuando se trata de cambiar las cosas porque llevan en su sangre caliente el aguijón de la prisa y el apremio por lo nuevo. Y soportan, por ejemplo, peor que los adultos la corrupción política porque aún no están viciados en esa peligrosa ruleta.
Los poderes pueden a veces cooptar a esos jóvenes con falsos ideales que les presentan como revolucionarios o progresistas. Se trata muchas veces, de operaciones populistas y engañosas que acabarán un día explotando y rebelándose contra dichos poderes. Los jóvenes suelen ser agregadores, grupales, mientras que, muchas veces, los políticos separan y discriminan hasta considerar enemigos a los adversarios.
Los gobiernos de algunos países ya están pagando el precio de haber engañado a los jóvenes impidiéndoles participar en plena libertad de los cambios de época. Y cuando los jóvenes se despiertan de las pesadillas autoritarias que les fueron impuestas, resurgen en sus protestas con una fuerza renovada y hasta peligrosa, como estamos viendo en varias latitudes del mundo.
Quizás los gobernantes deberían estudiar un poco más de psicología, un poco más a Freud, Jung o Lacan, para no dormirse sobre los laureles en la vana esperanza de que los jóvenes en democracia nunca pretenderán ser impertinentes con el poder. O de que se les pueda doblegar con el miedo o el soborno. La rebeldía sigue anidada en el subconsciente del joven, pronta siempre a estallar.
Cuando aquí en Brasil los jóvenes empiezan a dar señales de desasosiego que se reflejan cada vez más en acciones de vandalismo, en el resurgir de gestos racistas en los estadios de fútbol, que parecían desaparecidos, o en formas peligrosas de tomar la justicia por su mano. Ello podría significar que las aguas del inconformismo y el anhelo de crear algo mejor han llegado al nivel de alarma.
Los síntomas son estudiados en Medicina como pronósticos de posibles enfermedades graves. La fiebre es tan necesaria para la seguridad de nuestro organismo que, según la ciencia, sin ella, moriríamos ante la primera enfermedad grave.
Querer curar la fiebre quebrando el termómetro es la misma práctica estúpida del avestruz de esconde la cabeza ante el peligro en vez de enfrentarlo a cara descubierta.
Los políticos deben hoy más que nunca mantenerse vigilantes ante un descontento difuso y una revolución silenciosa que ha estallado en el país y que suele ser presagio de tormentas mayores.
Y para conseguir lo que quieren, los jóvenes no lo harán como hijos buenos, educados y obedientes. Fueron siempre, y lo siguen siendo hoy, iconoclastas, idealistas y pragmáticos a la vez, por paradójico que parezca. ¡Ojo a la Copa!
Todo ello es, al mismo tiempo, una alerta y una esperanza, para Brasil y para todo el continente latinoamericano, ya que mientras las aguas desbordadas pueden ser benéficas o desvastadoras, las estancadas acaban siempre pudriéndose.
Quedarse inactivo, además de imposible, suele resultar peligroso.
Los jóvenes hoy, son ecuménicos. Quieren ser, como ha escrito en este mismo diario Nathan Gardeis, “ciudadanos del Planeta” . Son hijos del presente. Ignorarlo es jugar con fuego. Brasil será juzgado por el hoy, no por el ayer ni por un futuro mesiánico.
Y las elecciones están a la puerta. Y ya hay rugidos de alerta.
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