Portugal revisa los recortes ante la escalada del malestar social
El Gobierno de Passos Coelho retira la masiva bajada de salarios y estudia medidas alternativas para cumplir con las exigencias de los acreedores
La pacífica pero aplastantemente multitudinaria protesta callejera (ayudada por una creciente presión mediática y una larvada crisis política) ha conseguido en Portugal que el Gobierno afloje, de momento, la tenaza de la austeridad. El primer ministro portugués, el conservador Pedro Passos Coelho, tras una reunión con representantes de los sindicatos y las asociaciones patronales, anunció ayer que retira la polémica –y masivamente criticada- subida de cotizaciones de la Seguridad Social para todos los trabajadores, lo que en la práctica significaba una bajada general de sueldos de un 7%. El primer ministro también adelantó que los pensionistas y funcionarios que ganan más de 1.100 euros, a los que el Gobierno retiró hace un año las pagas extras, volverán a contar con una de ellas. A cambio, y para compensar el agujero de 2.000 millones de euros que esta devolución deja en las tambaleantes y exprimidas arcas del Tesoro portugués, Passos Coelho advierte de que va a subir el Impuesto de la Renta para todos los trabajadores y, además, gravar más las transacciones de capital y las tasas sobre el Patrimonio.
Han hecho falta varias circunstancias para que Passos Coelho, hasta ahora descrito por muchos como el alumno ejemplar de la troika hasta considerarle como más troikista que la misma troika, levantara el pie: en primer lugar, una sentencia del Tribunal Constitucional que, en julio de este año, declaraba ilegal la retirada de las pagas extras a los funcionarios y pensionistas por considerar que la medida era discriminatoria. Passos Coelho prometió una medida alternativa (y equitativa) para no perder ni un punto en el impulso del déficit y hace 15 días, el siete de septiembre, comparecía en televisión para anunciarla. Ciertamente, equiparaba a todos. Pero en el recorte: los funcionarios y pensionistas se enteraron entonces de que sus pagas extras no regresarían y el resto de los trabajadores supieron que perderían un 7% de su salario a partir de enero. A cambio, las empresas cotizarían menos, para, según el Gobierno, detener la escalada del paro.
El país quedó literalmente en estado de choque. Al día siguiente aparecieron las primeras críticas. Los sindicatos y las asociaciones empresariales, que temían un empobrecimiento general de la población y una recaída de un consumo ya agónico, se opusieron con firmeza. Los partidos de la oposición, contrarios a seguir los dictados de la troika a rajatabla, también. Asimismo, el aliado político del Gobierno, el CDS-PP, compañero del partido de Passos Coelho, el PSD, en el Gobierno y en el Parlamento, lanzó señales admonitorias: o se daba una vuelta atrás o se acababa con la coalición. Esto dinamitaba la preciada estabilidad política, uno de los principales avales de Portugal a ojos de Europa (a ojos de la troika) y terminaba con el país como ejemplo de sensatez parlamentaria.
Entonces, con todos esos frentes abiertos, el Gobierno vio cómo se le abría otro aún más importante e imprevisto: el sábado 15 de septiembre, sorpresivamente, convocados por una red difusa y algo chapucera de asociaciones civiles, cientos de miles de personas hartas de ajustes y de saber que van a vivir peor cada día que pasa salieron a la calle a gritar que se acabó. Hay periódicos portugueses que aseguran que hubo, repartidos en varias ciudades, más de un millón de asistentes. Daba la sensación de que el Gobierno había empujado a la población más allá de la línea tolerable.
El lema de la manifestación de Lisboa era simple y contundente: “Al diablo con la troika. Queremos nuestras vidas”. El titular de la revista Visão de la semana pasada fue igual de contundente: “El día en que despertó Portugal”.
Tras el éxito de las manifestaciones, el presidente de la República, Aníbal Cavaco Silva, del PSD, un político que lo ha sido todo en Portugal, maniobró entre bastidores —jugando su papel institucional de mediador y apaciguador— y convocó el viernes un Consejo de Estado —reunión consultiva y aparentemente intrascendente de notables del país— que resultó decisiva: Passos Coelho, uno de los asistentes, admitió recular en la polémica medida a fin de atajar la crisis política y social. Y ayer lo escenificó tras la reunión con los agentes sociales.
Esto no quiere decir que la austeridad ni los recortes ni la certeza de que el año que viene será peor vaya a desaparecer en Portugal. La economía se desploma a un ritmo del 3% y el paro crece hasta llegar al 15,7%, una cifra jamás vista en el país. La subida de impuestos prometida ayer por Passos Coelho afectará directamente a los bolsillos de los trabajadores. No conviene olvidar que el Gobierno sigue siendo observado desde lejos pero muy atentamente por la troika acreedora (Portugal fue rescatado hace un año y medio con 78.000 millones de euros para evitar que cayera en la bancarrota). Passos Coelho recordó ayer que las nuevas medidas que sustituyan al abandono de la criticada rebaja general de salarios deberán ser examinadas y aprobadas, precisamente, por los componentes de la troika, esto es, la Unión Europea, el Fondo Monetario Internacional y el Banco Central Europeo. Y recordó también que el Gobierno, “que no goza de autonomía financiera”, debe encontrar esos 2.000 millones de euros que, en teoría, iban a llegar provenientes de las pagas extras de los funcionarios y los pensionistas. Admitió que lo que pretendía con la subida de cotizaciones para los trabajadores y la bajada para las empresas “no ha sido entendido” por la población, y ahora asegura que buscará el difícil consenso con sindicatos y empresarios para ajustar las necesarias alternativas. Pero advirtió de que si se llega a ese consenso, cosa poco probable, el Gobierno actuará en solitario.
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