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en primera persona
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El sinsentido de pasar más tiempo con tu perro que con tus hijos

Ahora la conciliación es más imposible que nunca y hacer coincidir horarios para tener tiempo para pasar en familia es muchas veces una odisea

getty

Son las 7:15 de la mañana de un día de noviembre. Mis hijos aún están durmiendo y yo ya estoy en un atasco. Creo que nunca me acostumbraré a vivir en Madrid. Todos los años desde que vivo aquí, y ya van 18, me gustaría dormirme a finales de septiembre y despertarme por Navidad. El resto del año va mejor, pero estos meses otoñales son lo peor. Te levantas de noche, conduces de noche, llegas de noche a trabajar, y si trabajas de mañana y tarde, sales al anochecer de la oficina.

La conductora del coche de delante se maquilla mientras estamos parados, me parece flipante. No soy capaz de maquillarme ni estando tranquila en mi casa, como para hacerlo en el coche. Un autobús muestra la publicidad de un yogur que dice que “Patrocina el típico atasco madrileño”. No me hace ninguna gracia esa publicidad. Nadie debería patrocinar un atasco. Los atascos no deberían suceder. Son las 7:30 de la mañana y mis hijos se despiertan a esa hora. Me he ido de casa y a la única que he visto ha sido a mi perra que estaba dormida en el sofá. No es que se haya alegrado mucho de verme tan temprano, pero al menos le he podido hacer unas carantoñas. A mis niños no he podido ni darles un beso.

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Hay atasco en la M-607. Después en la M-40. Me gusta oír la radio, pero en los túneles no llega la señal y me pierdo la parte más interesante de una noticia que estaba escuchando. Llego a la M-30 y no sé por qué sigo llevando puesto el GPS. Sé llegar al trabajo de sobra, pero siempre lo uso por si acaso hay algún accidente y me avisa de una ruta alternativa. Odio los túneles de la M-30. Sobre todo, cuando mi móvil me dice eso de “se ha perdido la señal GPS” y empieza a darme indicaciones confusas.

Son las 8:00 y por fin he llegado a Usera. No se ha dado muy mal la mañana. Busco donde aparcar y mando un mensaje de WhatsApp por el grupo de mi familia para decir que ya he llegado y desearles un buen día. Mi hija pequeña me contesta. Es lo primero que sé de ella ese día. No la veré hasta las 17:00.

Me paso la mañana trabajando. Llego a casa pasadas las 15:00. Me recibe mi perra, ahora está mucho más activa, y quiere salir a pasear. Pero yo quiero comer primero, así que tendrá que esperar. Como con mi hija mayor, rápido, en unos 20 minutos nos contamos lo más importante. Ella me cuenta todo lo que le ha pasado ese día en el instituto y yo le cuento las anécdotas del trabajo. Acabamos de comer. Mi perra me espera ansiosa para salir a pasear. Mi hija se marcha a hacer un proyecto con sus compañeros de clase. Hasta la cena no volveré a charlar con ella.

Mi perra y yo damos un paseo largo, le gusta jugar, que la acaricie y que salgamos por el barrio sin prisa. Lo huele todo, le asustan los perros más grandes, y le encanta perseguir a las urracas. Pero tenemos que volver a casa para ir a recoger a mis otros dos hijos del colegio. Se quiere venir conmigo, así que la meto en el transportín y nos vamos.

Mientras conduzco me acuerdo de aquella mujer que paseaba a su perro en una plaza de Lisboa durante unas vacaciones de verano y pienso que aún no he superado la depresión posvacacional. Mi hija pequeña se acercó a acariciarlo y, para nuestra sorpresa, el perro se llamaba Javier. La mujer nos contó que vivió en Barcelona el año en el que se celebraron los juegos olímpicos y que le gustó mucho ese nombre. Siempre pensó que si tenía un hijo lo llamaría así, pero como no lo tuvo, le puso el nombre al perro. Curiosa historia. No es la primera vez que conozco a alguien que compara el tener hijos con tener perros. Algunos hasta me han llegado a decir que prefieren un perro a los niños. De hecho, hay quien les llaman Furkids.

Llego al colegio a las 17:00. Tenemos poco tiempo, porque mi hija pequeña tiene que estar en patinaje a las 18:00. Los niños se alegran de ver a la perra, casi más que de verme a mí, aunque hoy es la primera vez que me ven. A la perra la han visto por la mañana antes de ir al colegio. Pasamos unos 15 minutos en el coche, pero apenas hablamos, porque vienen también sus amigos con nosotros y están charlando de sus cosas. Yo estoy concentrada en la conducción.

Llegamos a casa y aparco en el garaje. Meriendan y mi hija se cambia de ropa para ir a patinaje. Volvemos al coche. Es un trayecto corto de unos 5 minutos. La dejo en la pista, y mientras ella patina yo aprovecho la hora para hacer recados. La recojo una hora más tarde y volvemos a casa. Pasamos juntas otros 5 minutos en el coche. Al llegar a casa nos recibe la perra, que nunca escatima en carantoñas ni lametones. Siempre pienso que la tratamos como a un bebé: la cogemos en brazos, le decimos chorradas y le sonreímos sin cesar. Solo hace una hora que nos hemos ido, pero se alegra infinito de vernos. Mi hija pequeña se va a su habitación, mi hijo ya está encerrado en la suya, y la mayor sigue fuera.

Tengo media hora para trabajar en el portátil antes de empezar a hacer la cena. Mi perra no se separa de mí ni un segundo. Se tumba encima de mí mientras trabajo. De vez en cuando me lame las manos. Es muy cariñosa, pero un poco pesada. A los niños ni se les oye. Los dejo en paz un rato antes de mandarlos a la ducha.

A las 20:00 empiezo a hacer la cena. La casa sigue en silencio, solo se oye el ruido del extractor de la cocina. Cuando la cena está casi hecha los llamo para que pongan la mesa. Llega mi hija mayor y también mi marido. Acaban de poner la mesa juntos y empezamos a cenar. Por fin estamos los cinco juntos, bueno, mejor dicho, los seis, porque nuestra perra es una más de la familia.

En poco más de media hora hemos acabado. Los niños sacan a la perra a pasear, y mi marido y yo acabamos de recoger la mesa y la cocina. El día llega casi a su fin. Cada uno se marcha a su habitación. Hago recuento del tiempo que hemos compartido mi familia y yo durante el día: Una comida rápida con mi hija mayor, algún trayecto en coche con mi hijo y mi hija pequeña y una cena todos juntos. Lo único que nos queda es la cena. Mi perra me ladra para que le tire un juguete. Y pienso que paso más tiempo con ella, tengo más oportunidades de verla a ella al cabo del día que a mis hijos. Me doy cuenta de que algo no funciona en esta sociedad cuando pasamos más tiempo con nuestras mascotas que con nuestros hijos.

Y me acuerdo de la mujer cuyo perro se llamaba Javier, y de otros muchos dueños de perro que he conocido que alguna vez me dijeron que en vez de hijos preferían tener un chucho. Nunca me ha gustado comparar a los hijos con una mascota. A las 22:30 llega la hora de dar las buenas noches, de despedirnos hasta el día siguiente por la tarde, sin apenas haber convivido, un día más. Estoy deseando que llegue un puente. Pienso que ahora que son adolescentes pasamos menos tiempo juntos, que la poca independencia que han ganado nos ha distanciado un poco más, que ahora la conciliación es más imposible que nunca y que tener hijos para pasar más tiempo con tu perro que con ellos tiene muy poco sentido.

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