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MIRADOR
Columna
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Turismo

Si no se regula de alguna manera, va a ser (lo está siendo ya en muchos sitios) la última plaga de la humanidad

Julio Llamazares
La Praça do Comércio, en Lisboa.
La Praça do Comércio, en Lisboa.

Vuelvo agotado de Lisboa de pelearme con los miles de turistas que llenan de día y de noche las calles de la ciudad blanca, de moda últimamente según parece como otras ciudades del centro y del sur de Europa. Hacía tiempo que no la visitaba y, aparte de las vistas y de los monumentos históricos y de las calles con sus tranvías característicos, muchos de ellos ya solo usados por los turistas, me costó reconocerla, tanto ha cambiado en los años últimos. La famosa gentrificación, esa epidemia económica y estética que el consumismo impone allí donde llega el turismo en masa, ha convertido a Lisboa en una nueva Barcelona de la misma manera en que Barcelona es el reflejo de Roma o Praga. Fuera de los monumentos y de los barrios modernos y algunos pocos rincones, todo se ha homologado en esas ciudades, desaparecido el comercio y la hostelería tradicional, sustituido por las franquicias y por las tiendas de moda, y entregadas sus poblaciones al esquileo sin escrúpulos de los turistas, convertidos en víctimas más que en viajeros de un nuevo bandolerismo legal y aceptado por todos o por casi todos. Poderoso caballero es Don Dinero como para andarse con consideraciones éticas.

Pero el problema de la gentrificación y del exceso de turistas empieza a afectar también a esas poblaciones, que ven como sus ciudades se vuelven cada vez más caras y prácticamente invivibles, lo que las empuja hacia al extrarradio o hacia la locura, tal es el ruido y la aglomeración de gente. Estando precisamente en Lisboa leí en este periódico que para los barceloneses el turismo es ya el principal problema por encima del desempleo o la crisis, antes en primer lugar. Es decir, que lo que era una solución económica se empieza a ver ya como un problema por muchos, incluidos bastantes de los que viven de él. Pues, aunque el turismo cree puestos de trabajo, la precariedad de estos y el encarecimiento de la vida que provoca repercuten negativamente en ellos. Y lo mismo sucede con el medio ambiente, que se intenta recuperar con nuevas tasas a los turistas, que en el fondo no son más que una nueva forma de esquileo.

Uno de los grandes cambios de las últimas décadas del siglo XX y primeras del XXI es la masificación del viaje, hasta entonces privativo de las clases altas o de románticos vagabundos que se buscaban en los paisajes de otros lugares del mundo. No creo que nadie esté contra de la democratización del viaje, como nadie puede estarlo de la del conocimiento, pero, si no se regula de alguna manera, el turismo va a ser (lo está siendo ya en muchos sitios) la última plaga de la humanidad.

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