Démonos la mano
El problema de Cataluña no se resolverá esperando pasivamente a que desaparezca por agotamiento, o negándolo. Hay que actuar con visión de futuro, de una forma sensata, transaccional y civilizada
Según la primera oleada de 2017 del Barómetro de Opinión Políticadel Centre d’Estudis d’Opinió de la Generalitat, el 23,3% de los ciudadanos de Cataluña se sienten solo catalanes, frente al 22,6% que se sienten más catalanes que españoles, el 36,7% tan españoles como catalanes, el 5,0% más españoles que catalanes, y el 7,6% solo españoles. Es decir, la realidad sociológica de Cataluña es que el 71,9% de los catalanes se sienten también españoles en mayor o menor grado.
A pesar del sentimiento mayoritariamente mixto de pertenencia, y tal vez debido a una extendida percepción de que el Gobierno de Madrid es hostil, o indiferente, a las necesidades de Cataluña, los partidos políticos secesionistas obtuvieron en las últimas elecciones autonómicas un 47,7% de los votos, y una mayoría en el Parlament de 72 escaños sobre 135. Este es el parvo equipaje con el que la Generalitat pretende llevar hasta el final su referéndum de independencia, claramente inconstitucional, pese a la oposición del Gobierno central y el nulo apoyo internacional con el que cuenta. En estas condiciones de unilateralidad ni siquiera tiene el apoyo de aquellos que, sin ser independentistas, apoyan una autodeterminación pactada.
La realidad es que, por mucho que a algunos les parezca infundado, emocional, o construido artificialmente por intereses políticos espurios, el problema existe. Y no se resolverá esperando pasivamente a que desaparezca por agotamiento, o negándolo. Porque hay al menos una mitad de catalanes que están descontentos con la situación actual, y si se persiste por parte de las instituciones centrales del Estado en la sordera, en el no a todo, se alimentará el disgusto, y esa proporción puede aumentar en el futuro hasta hacer inviable cualquier solución pactada ¿Qué haría entonces el Estado? ¿Recurrir —otra vez— a la violencia? Tampoco se va a resolver con la huida hacia ninguna parte que pretenden las instituciones políticas —y algunas civiles— catalanas, utilizando demagógicamente el principio de que poner las urnas es democrático y nada puede estar por encima de la democracia. ¿Sería democrático que un alcalde catalán convocara un referéndum para sacar a su municipio de la comunidad autónoma de Cataluña? Todo tiene un límite, y el de las urnas es la legalidad, que también ha sido aprobada democráticamente y tiene sus propios mecanismos para ser modificada.
No es muy democrático obligar a los catalanes a elegir entre dos propuestas extremas
No es muy democrático obligar a los catalanes a elegir entre dos propuestas extremas, independencia o statu quo actual, con ninguna de las cuales se siente plenamente identificada la mayoría, según todos los sondeos de opinión. Eso es forzar las voluntades en un sentido o en otro, y el resultado solo podría ser un nuevo —y estéril— empate, o una victoria pírrica con una alta abstención que no resolvería nada. Sin duda, es más democrático darles la posibilidad de votar una tercera opción que satisfaga la mayoría de sus intereses y deseos, sin comportar una ruptura traumática con 500 años de historia, que tiene nulas posibilidades de prosperar, dadas las condiciones objetivas nacionales e internacionales. Es necesario, por tanto, llegar a un acuerdo sobre una salida pactada, y los ciudadanos —catalanes y del resto de España— debemos exigir a los partidos que se pongan a trabajar hasta lograrlo. La mayoría de los que han analizado los puntos que podría incluir este posible acuerdo han coincidido en los más importantes y viables. Reconocimiento de Cataluña como nación cultural y política, aunque no soberana (sirva de consuelo que la soberanía absoluta no existe hoy en día, al menos en Europa), y, en consecuencia, de sus competencias exclusivas en materias como lengua, educación, deporte y cultura. Estos reconocimientos deberían extenderse a las otras dos comunidades con lengua propia, País Vasco y Galicia, para evitar agravios comparativos. Aceptación del principio de ordinalidad en la distribución de los recursos, incluida una cláusula de solidaridad con las regiones más desfavorecidas —suficiente y claramente delimitada— que debería ser pactada. Este principio debería ser extendido a todas las comunidades contribuyentes netas, teniendo siempre presente que es necesario y bueno para todos ir a una progresiva convergencia de rentas. Implementación sistemática del principio de subsidiariedad, por el cual los asuntos se resuelven siempre en el nivel más bajo en el que pueden ser resueltos, siempre que no afecten a los demás. Este principio debería ser aplicado a todas las comunidades, y podría traducirse en un aumento de sus competencias exclusivas, claramente delimitadas, en las que las instituciones centrales del Estado no podrían entrar. Reparto geográfico de las instituciones centrales del Estado.
Los ciudadanos debemos exigir a los partidos que se pongan a trabajar hasta lograr un acuerdo
Pero tal vez tan importante como las competencias propias sería estudiar en qué forma Cataluña, y el resto de las comunidades, pueden influir en la política del Estado y ser copartícipes de las decisiones que más les afecten como comunidad, más allá de su representación —necesariamente limitada— en el Congreso. Un ejemplo del mecanismo que permite esa influencia lo tenemos en el Consejo Federal alemán (Bundesrat), en el que están representados los Estados federados, que votan como tales, y que tiene derecho de veto sobre las leyes que afecten a sus competencias y sobre los cambios constitucionales. Un nuevo Senado, hecho según este modelo, sería el foro en el que las comunidades podrían establecer estándares comunes en materias como sanidad, educación o dependencia y en el que tendrían voz y voto para codirigir las grandes líneas de las políticas estatales, al menos en lo que a política territorial se refiere, sin perjuicio de las competencias del Congreso, que seguirían afectando a todos los españoles, en los asuntos que no estuvieran transferidos.
Este es un acuerdo posible y deseable que puede terminar con el conflicto actual, sin vencedores ni vencidos, y que no destruiría España, sino que la reforzaría. Probablemente, no satisfaría a la minoría de catalanes más radicalmente secesionistas, que prefieren la independencia aunque sea como en Kosovo, pero sí a una gran mayoría de los habitantes de Cataluña que no han perdido su sensatez, y también a una mayoría del resto de españoles, si se explica bien, aunque tampoco a la minoría más nacionalista. Los cambios tendrían que ser aprobados en referéndum en Cataluña y, en el nivel estatal, requerirían una reforma constitucional según el procedimiento del artículo 167 de la Constitución, que podría incluir también un referéndum.
Nos encontramos ante un momento histórico, que puede marcar por mucho tiempo el futuro de este país, tan cainita y suicida en el pasado, hacia nuevos enfrentamientos o hacia un futuro común de progreso, prosperidad, paz y concordia. Habrá que ver si somos capaces por una vez de actuar con visión de futuro, de una forma sensata, transaccional y civilizada, porque si no lo somos, las consecuencias pueden ser muy serias. Darnos la espalda nos perjudica a todos. Hagámonos un favor, démonos la mano.
José Enrique de Ayala es general de brigada retirado y analista de la Fundación Alternativas.
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