Una oficina de empleo africana en un polígono de Belfast
La organización irlandesa Tools for Solidarity repara objetos para enviarlos a países en desarrollo y proporcionar una forma autónoma de ganarse la vida
Stephen Wood pedalea hasta la entrada. Lleva chaleco reflectante y calcetines de lana recogiendo los bajos del pantalón. Nada invita a deshacerse de ropa, pero él decide quedarse en camiseta de manga corta. Total, es nativo y anda acostumbrado a no ver el sol ni en los meses en que su hemisferio presenta su clima más amable. El pasillo por donde se interna pertenece a un taller de periferia norirlandesa. Esto es: húmedo, gris y con un aspecto de fábrica decimonónica. Nada indica que desde aquí se impulsa el trabajo autónomo, justo, sostenible y tradicional de sociedades en vías de desarrollo.
No hay fotos ni telas coloridas ni souvenirs exóticos. Sólo herramientas oxidadas, máquinas de coser apiladas, mesas llenas de aparatos y un personal que deambula con mono de mecánico. Es Belfast, y esta factoría de dos pisos es ahora la sede de Tools for Solidarity, una organización dedicada a recoger utensilios usados, repararlos y enviarlos a países de Sudamérica, Asia o, principalmente, África.
Llevan funcionando más de tres décadas en esta urbe del Ulster de 343.000 habitantes. Y la interacción con aquellos lugares a donde dirigen todos sus esfuerzos es mínima: no les interesa crear sucursales, rodearse de figurantes para panfletos, intervenir en un terreno que no es suyo. Cada uno a su tarea. Nadie tiene por qué hacer algo que pueden hacer allí los del propio país. Eso es paternalismo. Eso, en última instancia, sigue siendo colonialismo. Venga de una petrolera o de una ONG, apuntan. Suscriben el conocido lema: “Dales un pez y comerán un día; dales una caña de pescar y comerán todos”.
Por eso Stephen, el aguerrido ciclista de brazos desnudos, acude al taller cada mañana con un planillo bajo el brazo, decenas de tablas de ordenador que rellenar y un teléfono inalámbrico al que atender en caso de llamada. Oriundo de la capital de Irlanda del Norte, de 53 años, es el fundador de Tools for Solidarity junto a su hermano, John, de 55. En realidad, los galones de la creación se los pondría este último, pero ambos presumen de una trayectoria pareja, así que no hay importantes diferencias en sus discursos.
“Empezamos con un pequeño desván y transportábamos lo que nos daban en un remolque de la bici. Era toda una gesta”, rememora John, acordándose de los amigos con quienes comenzó en Belfast, una urbe con un 76% de humedad y unas temperaturas medias que oscilan entre los cero y los 15 grados centígrados durante todo el año. Suena creíble, por tanto, cuando dicen “queremos cambiar el mundo para hacerlo un lugar en el que estemos a gusto: uno con diferentes valores, estructuras y prioridades”.
Parece también honesto cuando repasan la trayectoria desde sus inicios, en 1984. “Estábamos involucrados en grupos radicales y estudiábamos cuáles eran las causas de la desigualdad en el mundo, cómo funciona el poder, cómo se nutren de la pobreza las multinacionales o cómo se destroza el medio ambiente por unas metas puramente económicas”, describe Stephen, “y nos vimos en la desmoralizante situación de resolver cómo cambia esto una sola persona”, añade.
"Estudiábamos las causas de la desigualdad, cómo se nutren de la pobreza las multinacionales o cómo se destroza el medio ambiente por unas metas económicas", dice un cofundador de la organización
Algunos viajes inspiradores y asambleas universitarias como telón de fondo sirvieron de catapulta a su incertidumbre. Descubrieron Tools for Self Reliance (TFSR), matriz inglesa con la misma dinámica que la suya. Empezaron a colaborar junto a una pequeña organización local (Ulster Cares, sección de Action Aid) que también recolectaba herramientas. Y, poco a poco, obtuvieron su propio nombre, su propia furgoneta (que aún resiste con casete y sin climatización), un espacio acorde y sus primeros envíos. “Al principio acumulábamos lo que nos cabía y lo íbamos arreglando en nuestro tiempo libre. Hasta que dimos el salto a tener un lugar aceptable y dedicación plena”, cuenta John.
Lo de “dedicación plena” no es una frase hecha. Los dos hermanos emplean al día mucho más que las ocho horas de jornada estipuladas entre las herramientas, el papeleo o la gestión de voluntarios. Estos suelen ser entre cinco y ocho, y se quedan durante un año, pero también hay algunos ocasionales de programas locales o de ayuda a ciertos colectivos discriminados. Todos los miembros de Tools for Solidarity cobran entre 60 y 78 libras semanales (de 72 a 90 euros) para gastos domésticos (luz, agua, calefacción), se mueven en bici y tienen la vivienda y sanidad gratuitas gracias a prestaciones sociales. “Nos propusimos tener una repercusión real no invasiva, que promoviera la sostenibilidad y le otorgara sentido a la palabra solidaridad antes de que estos conceptos fueran un lugar común”, aducen.
¿Y qué significa para ellos dicho término, mascarón de proa de la agrupación? “La solidaridad no es un camino de un solo sentido. Es compartir los problemas comunes y darse cuenta de que cada uno es parte de la solución global”, define Stephen. Entre esos asuntos que nos preocupan a todos, indica, se encuentran el maltrato animal, el calentamiento del planeta, la explotación desmesurada de recursos o el desequilibrio de oportunidades según la clase social y la geografía. Una pequeña lista que quizás se resuma en una preocupación final más amplia: la del futuro de la Tierra.
Para cumplir con esa responsabilidad individual la clave es la reducción de consumo, la apuesta por lo cercano y el respeto a la naturaleza, defienden. Ellos llevan desde la adolescencia siguiendo una dieta vegetariana y las cuentas de la asociación apenas ocupan un folio con dos recuadros: ingresos (provenientes de subsidios, ventas de materiales o incluso intereses de la cuenta bancaria -6 euros-) y gastos (alquiler del taller, coste del embarque de los contenedores, teléfono, gasolina…). Entre 2015 y 2016 obtuvieron 90.733 libras (unos 107.000 euros) y empeñaron 90.698 libras. Saldo total: un beneficio menor a 40 euros. Desde el año pasado, una de las donaciones para difundir sus valores en escuelas sale del bolsillo de Roger Waters, activista y creador del grupo Pink Floyd.
“La solidaridad no es un camino de un solo sentido. Es compartir los problemas comunes y darse cuenta de que cada uno es parte de la solución global”, cree Stephen Wood
Su altruismo se acompaña de la sobriedad en el derroche y de un reciclaje que consideran esencial para la supervivencia, no solo de sus exiguas cuentas corrientes sino del mundo entero. “No podemos seguir tratándolo como si fuera un enorme cubo de basura. Nuestro estilo de vida occidental necesita 3,5 planetas para mantenerse. La reutilización es un paso pequeño pero necesario, porque nos dirigimos al colapso: el fin del agua, la contaminación de plástico desorbitada, la emisión de gases contaminantes…”, sostiene Stephen.
¿Han servido sus actos para algo? La conclusión tras tres décadas es cruda: “Hemos tenido muy poca repercusión”. Un análisis más amplio, sin embargo, revela algo positivo: “Quizás hayamos cambiado la vida de algunas personas”. A pequeña escala. No han rescatado a ningún país de la pobreza. No han evitado que la ropa china domine los mercados ni que los ciudadanos mantengan su propio folclore. Ni siquiera han logrado que todos los voluntarios que pasan por la organización abandonen la carne de sus platos. Pero han prendido la llama. Han provocado un chispazo íntimo, particular. Lo mismo, en definitiva, que les pasó a ellos cuando se arrojaron a este vacío plagado de alicates y cinceles.
Ahora mismo, sus esfuerzos están concentrados casi en su totalidad en Mwanza, una ciudad de Tanzania junto al lago Victoria, aunque a lo largo de las últimas tres décadas han servido en Nicaragua, El Salvador y, sobre todo, Uganda. En todos estos lugares, las afecciones son las mismas: destrucción del tejido laboral (sobre todo en grupos más vulnerables, como las comunidades rurales y las mujeres), pérdida de identidad propia debido a la globalización y evolución hacia lo tecnológico, dejando en el arcén a aquellos sin acceso a los nuevos medios. “El neoliberalismo ha generado una centralización de riqueza y poder que aplasta a las alternativas que se ponen a su paso. Necesitamos una globalización basada en la justicia económica y en la solidaridad, en la que se tejan redes de apoyo, no una que avasalla como un Leviatán”, argumentan.
Tools for Solidarity ha resistido creando alianzas estrechas con objetivos compartidos. En origen, todo el proceso era gratuito. Desde hace unos años, no obstante, han modificado su línea de actuación: cada kit –de sastre, mecánico, herrero o carpintero- se vende a los usuarios por una pequeña cantidad (unos 20 euros: aquí anecdótica, allí importante) e incluye un curso de formación para aprender a utilizarlo y repararlo solos, sin supeditación de nadie. “Así evitamos casos de corrupción menor en los que la gente las pedía gratis y las revendía. Y nos aseguramos de que los interesados lo son de verdad y le van a dar un uso, porque empeñan sus ahorros en esto”, señala John.
Lo explica en la cocina, delante de una pizarra ancestral donde escriben el plan de la semana. Por turnos, como la compra o la comida. Stephen asiente entre los olores que salen de las cazuelas -bici aparcada, manos templadas- y zanja: “Somos extremadamente afortunados. Tenemos la suerte de poder elegir cómo vivir nuestras vidas. Podemos pensar cada día cómo mejorar la calidad de nuestra existencia. Podemos fijar nuestros desvelos en la búsqueda de placer, de estatus, de riqueza o incluso de mantenimiento de nuestra propia burbuja. Aun así, la ecología nos enseña que formamos parte de un ecosistema, que somos animales sociales y que dependemos de otros seres. Así que tenemos que asumirlo y darnos cuenta de las responsabilidades que tenemos con nosotros mismos, con los demás y con el planeta”.
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