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Las causas tras la crisis de los derechos humanos

El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas atraviesa la crisis más grave en sus 10 años de vida. El problema es el enfoque occidental que tiende a ocultar los grandes problemas de la Humanidad

Reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra (Suiza).
Reunión del Consejo de Derechos Humanos de la ONU en Ginebra (Suiza).Jean-Marc Ferré (ONU)
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El Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas atraviesa la crisis más grave en sus apenas 10 años de existencia. En 2016 asistimos a varios psicodramas que han desembocado en el ambiente moroso que se vive en esta primera sesión del Consejo de 2017. Al presidente del organismo, el embajador de El Salvador, le aguarda una dura tarea. Libros y declaraciones se multiplican estos días en Ginebra y fuera de ella. Se buscan culpables: Trump, Rusia, los países no alineados, los que no pagan las cotizaciones, la mala gestión de las organizaciones, el amateurismo de los diplomáticos... Hay responsables para todos los gustos, en función de la orientación ideológica del grupo o la persona.

Pero volvamos a 2016, un año que el Consejo desearía olvidar. Todo comenzó con el nombramiento de los Relatores especiales, en el mes de junio. Rusia y 22 países del grupo Like-Minded, además de la presidencia de los no alineados, se opusieron a nombramientos que estimaban insuficientemente consensuados. Después de una sesión interminable, con diálogos al límite de lo grotesco, se suspendió la sesión sin acuerdo. Fue la primera vez en la historia relativamente corta pero intensa del Consejo. Dos días después, sin buscar el consenso sino invocando el reglamento, el presidente adoptó el informe final.

En septiembre se abrió una nueva crisis sobre la creación del mandato de Relator especial contra la discriminación en razón de la orientación sexual. Se aprobó por corta mayoría, con la protesta de varios países que argüían una base jurídica insuficiente. La Unión Europea se felicitó mientras Rusia y China, con los países africanos, estimaron que se había impuesto un Relator con fórceps.

Entonces llegó lo más grave: la Asamblea General en Nueva York debía ratificar lo acordado en Ginebra. Los Estados africanos pidieron una moratoria para estudiar el tema, pero perdieron por un estrecho margen. Así que en el voto final en la Asamblea y, por primera vez en 50 años de historia —al menos según mis investigaciones— 80 Estados, casi la mitad de las Naciones Unidas, se abstienen en la aprobación del informe del Consejo. Varios países del grupo africano y de la Organización de Cooperación Islámica anuncian que no colaborarán con el Relator. Rusia asume la misma posición. El choque es monumental.

El peligro es que a fuerza de manipular los derechos humanos acabemos por trivializar sus violaciones

Lo que ahora vivimos es la resaca de aquello. El grupo Like-Minded, capitaneado por Egipto con Rusia, China, Pakistán e India, se ha crecido: cuenta ya con 52 miembros y promete nuevas batallas.

¿Qué está pasando en realidad? ¿Hay una crisis de los derechos humanos en vísperas del 70º aniversario de la Declaración Universal? ¿Qué otra lectura se puede hacer? Lo que está claro es que un número importante y fuerte de Estados opone de manera frontal a los países occidentales y sus prioridades en cuestiones sensibles como la familia o la homosexualidad. Así que el problema está en las prioridades del grupo occidental, que no puede decirse que sean verdaderamente mundiales. Y me explico.

Hay temas objetivamente fundamentales que están en un impasse. Por ejemplo, los derechos que están en la base de los Objetivos de Desarrollo Sostenible. El primero, el derecho mismo al desarrollo. Llevamos 25 años negociando sobre él y estamos en el mismo punto que en los ochenta. Y los derechos económicos, sociales y culturales siguen considerándose derechos de segunda clase, cuando no objetivos a largo plazo, para alcanzar una vez que todos seamos ricos. Los países occidentales que los promueven, Portugal en primera línea, se enfrentan al escepticismo de unos y a la indiferencia de otros.

Y mientras tanto, nos preguntamos por qué 5.000 jóvenes europeos se han ido a Oriente Medio para seguir al Estado Islámico. Sin darnos cuenta de que una gran parte de la población europea se encuadra dentro de esa nueva categoría del "precariado". Gente dispuesta a todo, porque nada tiene que perder. Porque no cuenta para nada.

Por eso mantengo que no son los derechos humanos los que está en crisis, sino el enfoque occidental que oculta pasablemente los grandes problemas de la humanidad: el hambre, la extrema pobreza, las desigualdades entre el Norte y el Sur, los movimientos migratorios... Definitivamente, no se quiere un nuevo orden internacional fundado sobre los derechos humanos y la dignidad de las personas.

Yendo al fondo de la cuestión, cuando hablamos de derechos humanos conviene siempre distinguir tres cosas: la idea, la codificación y las interpretaciones de las normas. La idea, como decía Jeanne Hersch, es la presencia en las culturas y religiones de un núcleo de valores comunes, que, por serlo, son universales. La codificación del 1948 fue una cristalización de esos valores, partiendo de la Declaración Universal, una especie de milagro político. Como es evidente, toda norma —también esta— puede y debe ser interpretada. Lo que es inaceptable es que dicha interpretación contradiga el sentido inicial de la regla, o que amplíe su extensión hasta vaciarla de contenido.

Esto último es precisamente lo que arguyen los Like-Minded: una falta de imparcialidad en el tratamiento de las cuestiones, una politización de los derechos y una falta de rigor jurídico en el funcionamiento de los mecanismos. Y aunque algunos de esos Estados lo digan para justificarse, en realidad el reproche es justo. Porque los occidentales, en su gran mayoría, parecemos saber siempre lo que le conviene a todo el mundo sin consultar a nadie, y seguimos con la misma arrogancia en nombre de la razón. El peligro es que a fuerza de manipular los derechos humanos acabemos trivializándolos y, a la postre, banalizando sus violaciones.

Alfred Fernandez es investigador de la Cátedra Unesco de la Universidad de La Rioja.

Las opiniones de los autores no reflejan siempre necesariamente las de la sección Planeta Futuro.

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