El foso identitario
Es preciso que se propicie un cauce institucional para abordar las reivindicaciones en juego
El escritor serbio Danilo Kiš escribió en Penas precoces que “dos hombres que hablan diferentes lenguas pueden entenderse de alguna manera si son personas de buena voluntad y están cuerdos”. Desde aquí podría explicarse qué ocurre en aquellas sociedades que compartiendo dos lenguas no se entienden. Kiš murió en 1989. Poco antes había escrito premonitoriamente que “el nacionalismo es la línea de menor resistencia, el camino fácil”. Cuando se mienta Yugoslavia en relación al contencioso catalán hay una reacción instintiva: otra vez con la tabarra del miedo. Pero este argumento pasa por alto varios supuestos: Yugoslavia fue un estado multinacional envidiado durante décadas y su implosión/destrucción fue el resultado de una crisis múltiple con tres expresiones principales, ideológica –la caída del Muro–, económica y política –arquitectura territorial–. En este contexto, la opción del enfrentamiento interétnico fue el camino elegido por las élites para conservar el poder. Los hechos han dado la razón a Kiš: el nacionalismo ha roto los lazos cívicos. La destrucción de Yugoslavia comenzó con el ataque a la idea de la unidad federal.
Los conflictos balcánicos son una metáfora que ilumina ciertas lógicas. Como el Holocausto, que Bauman nos alienta a ver como una ventana o una lente y Primo Levi como un laboratorio. Lo que importa entonces es mirar lo que ocurrió en esos escenarios antes de que se convirtieran en el cliché que hoy nos asusta.
Esa lógica empieza por la creación del foso identitario. Escribe Semprún desde las sombras de Buchenwald: “‘Nosotros’, ‘los nuestros’, he aquí una de las palabras clave del lenguaje estereotipado con el que se hacen las hogueras y la armazón de las guillotinas”. Y este ‘nosotros’ previo a la limpieza de los ‘otros’, comienza en casa, con la estigmatización de los no adeptos.
Se señalaba antes que se trata de pautas generalizables. En La cara oscura de la democracia, Michael Mann lo argumenta con detalle. La primera consecuencia de la lógica etnonacionalista es que empaqueta a los colectivos en un molde organicista homogeneizador, letal para el pluralismo, la convivencia y la fraternidad. Es lo que ocurre en frases como “España contra Cataluña” o en las consideraciones de Jordi Pujol sobre los andaluces como hombres a medio hacer. Hay muchas Españas y muchas Cataluñas, y precisamente hay ciudadanos catalanes que se sienten menoscabados por la patrimonialización del patronímico e irritados porque el pueblo esencial del nacionalismo uniformiza un paisaje social plural y mestizo.
Sea como fuere, lo que interesa de la mirada comparativa es la enormidad de los costes de estas derivas. Y ello, en el engranaje actual, aconseja poner el énfasis en prevenir o revertir las decisiones que abocan a la ruptura. No van en esa dirección la incomunicación, la retórica inflamada, las llamadas a rebato o la minimización interesada de los costes de una secesión. Sabemos, los casos anteriores lo ilustran, que en estos contextos se refuerzan los sectores ultranacionalistas y se favorecen coaliciones cruzadas que benefician a los extremos. La lógica etnonacionalista explica procesos como la maximización de la diferencia, la movilización de emociones negativas y la manufactura de los contenciosos en términos innegociables (todo o nada, ganar o ganar, referéndum o referéndum, etc.). Lo que a su vez explica la insensibilidad al riesgo y hace probables las salidas más dañinas en términos de coste social, de coste para los de abajo. El contexto de la doble crisis –de un lado, la falta de legitimidad de los principales partidos sumidos en la corrupción, CiU en Cataluña y el PP en el resto de España; y de otro, el reparto desigual del coste de las medidas de ajuste que caen en las espaldas de las clases populares– ayuda a entender el atractivo de la vía identitaria como salida mágica. Ya ha ocurrido, y está ocurriendo en otros lugares, como Francia o Reino Unido.
Probablemente es tarde para remediar algunos daños, pero no lo es para impedir los que traería esa colisión que algunos parecen a la vez prometer y desear. Desde luego no es tarde para negar que haya un ‘nosotros’ y un ‘ellos’ en este contencioso, que haya un Ebro, y un extrarradio en las poblaciones catalanas, que divida la geografía de los valores cívicos y de la vida común de siglos en polos antitéticos condenados a colisionar.
Pero para no cruzar el punto de no retorno es preciso que se prioricen las prácticas y se adopten las disposiciones que propicien un cauce institucional para abordar las reivindicaciones en juego. Eso exige una moratoria en la escalada de decisiones previstas desde los actores independentistas y el compromiso desde el Congreso de los Diputados, la representación del demos común, de aprestarse a la reforma de la constitución de 1978. No es este el lugar para afinar más al respecto. Lo que importa es poner todos los medios y todas las energías posibles desde las instituciones y los ciudadanos comprometidos para facilitar un desenlace razonable y sin daños. Y para el optimismo impenitente no conviene olvidar la admonición de David Rousset: “Los hombres normales no saben que todo es posible”. Sería un desistimiento cívico resignarse al fatalismo. Sea cual sea –dentro del rango de lo admisible– la preferencia de cada cual. A ello apelamos. Para que no tengamos que lamentarnos con la expresión terrible: “¿Cómo pudo ocurrirnos?”.
Martín Alonso es politólogo. Firman también el artículo Ignacio Alonso, Mercedes Boix Rovira, Marcos Gutiérrez Sebastián, Carlos Jiménez Villarejo, Salvador López Arnal, Francisco Javier Merino, Jesús María Puente, Luis Roca Jusmet, Yolanda Rouiller, Teresa Soler y Josu Ugarte Gastaminza.
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