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Los olvidados de Sudán del Sur

El recrudecimiento del conflicto, la sequía y la hambruna aceleran el éxodo hacia países vecinos. Uganda, donde cada día entran unas 2.000 personas, está a punto de superar ya el millón de refugiados

Refugiados de Sudán del Sur en el centro de acogida de Imvepi (Uganda) a la espera de ser registrados.
Refugiados de Sudán del Sur en el centro de acogida de Imvepi (Uganda) a la espera de ser registrados.Isaac Kasamani
Tiziana Trotta

El punto donde convergen Sudán del Sur, Uganda y la República Democrática del Congo ha pasado de ser un lugar místico a uno fantasma. Salia Musala, como se conoce a esta intersección de tres colinas que representa la unidad de la tribu de los kakwa pese a la separación de las fronteras marcadas por los colonos, se ha convertido en una tierra de nadie. Aunque esté constantemente patrullada por las fuerzas cercanas al presidente dinka, Salva Kiir, las emboscadas y los choques con los partidarios del exvicepresidente nuer Riek Machar están a la orden del día. Hasta hace poco, el paso fronterizo entre Kaya (Sudán del Sur) y Oraba (Uganda) era uno de los más concurridos entre los que huían del conflicto iniciado en diciembre de 2013 y que ha situado al país al borde del abismo. Tras el recrudecimiento de la violencia el pasado verano, esta vía de escape se ha vuelto demasiado peligrosa para los refugiados, empujando cada día a un promedio de 2.000 personas a buscar recorridos alternativos para cruzar a Uganda y moviendo de manera continua la emergencia de un punto a otro de la frontera.

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Los soldados ugandeses que patrullan la zona en Oraba ocupan el tiempo jugando a las cartas a la sombra de un árbol. Ningún coche está autorizado a transitar por la carretera que, pocos metros después del puesto de control, pasa del asfalto a la tierra roja y que era una de las más transitada debido a los intercambios comerciales con el vecino del norte. Al otro lado del puesto de control, no queda rastro aparente de los 10.000 habitantes que antaño animaban las calles de Kaya. Hace días que los militares y el personal de ayuda humanitaria desplegado in situ no ven cruzar a nadie. Con el abandono de la búsqueda del líder rebelde ugandés Joseph Kony, ni siquiera los convoyes de las fuerzas especiales se dejan ver por aquí.

En otros puntos fronterizos, la situación es muy distinta. El número de personas que escaparon en marzo superó la cifra que se esperaba para todo el año. La guerra, la sequía y la hambruna han acelerado el éxodo, convirtiendo la crisis en la que más rápidamente está evolucionando. Más de 1,8 millones de refugiados, entre ellos un millón de niños, han huido a Uganda, Sudán, Etiopía, Kenia, República Democrática del Congo y República Centroafricana. 

Hasta el momento, han encontrado cobijo en Uganda unas 900.000 personas y, de mantenerse este ritmo, pronto se alcanzará el millón de refugiados. Estas cifras no incluyen a los que aún no se han sometido al registro, un proceso que se realiza de manera manual y que puede retrasarse, ni las 100 nuevas llegadas diarias de media desde República Democrática del Congo y Burundi –con picos de hasta 500 personas al día–.

Sin soluciones políticas para el conflicto en el horizonte y tras la reciente declaración de hambruna en Sudán del Sur, las agencias internacionales y las organizaciones humanitarias prevén que estos números se incrementarán, al mismo tiempo que temen que la falta de financiación pueda hacer peligrar su trabajo. La agencia de Naciones Unidas para los refugiados (ACNUR) y el Programa Mundial de Alimentos (PMA) estiman que necesitarán 1.400 millones de dólares para proporcionar ayuda a los refugiados sursudaneses en el conjunto de los seis países limítrofes en 2017. Hasta ahora, solo se ha financiado el 14% de su plan de respuesta, que no incluye las necesidades humanitarias de aproximadamente dos millones de desplazados internos. La falta de fondos ha obligado al PMA a reducir las raciones de comida para muchos refugiados en Uganda.

Alrededor de 900.000 refugiados desde Sudán del Sur han encontrado cobijo en Uganda, alrededor de la mitad de las 1,9 millones de personas forzadas a abandonar sus hogares

Nuevos centros de acogida brotan como hierba en el norte del país, al mismo tiempo que se reduce la cantidad de tierra que se destina a los recién llegados. Las relaciones con las comunidades locales empiezan a no ser tan idílicas, a medida que crece la competencia por los recursos, escasean los medicamentos y se incrementan los precios de los bienes básicos, pese a que las organizaciones internacionales intenten que lugareños y refugiados se beneficien por igual de los servicios que brindan.

Los niños representan el 58% de la población sursudanesa de los campos de acogida en el país, frente a un 14% de hombres y un 28% de mujeres, según estimaciones de la ONG Care. Eso se traduce en que un creciente número de hogares ahora depende por completo de la responsabilidad de mujeres, que, además de ocuparse del aprovisionamiento de agua y leña así como del cuidado de la infancia, tienen que hacerse cargo también de niños huérfanos o provenientes de familias disgregadas por el conflicto.

Este patrón se reproduce en Bidibidi, en el norte, donde los más pequeños constituyen el 60% de una población de 272.000 personas. Amala Sande es una de ellos. Esta chica no conoce a su padre y su madre murió en 2014. Desde entonces vive con un vecino, con el que huyó de Yiye. Joseph Kenyu y Jesca Pani tienen 13 años y son originarios de Morobo, una de las provincias sursudanesas colindantes. Ambos viven con sus madres, mientras que sus padres se quedaron en el país de origen. Cabizbajo, Jesca cuenta que la noche en la que escuchó unos disparos tuvo que huir solo y pasó cierto tiempo antes de que pudiera volver a reunirse con sus familiares. Tanto para él como para Joseph, la vida de refugiado no es fácil, pero están contentos de poder ir a la escuela del campo, donde pueden estudiar inglés y hacer amigos para jugar a fútbol o en los columpios.

Bidibidi, el campo de refugiados más poblado del mundo

El campo de Bidibidi, que ostenta el triste récord de ser el más poblado del mundo, llegó al límite de las acogidas el pasado mes de diciembre, tan solo unos meses después de su apertura. Desde entonces los que no tengan con quién reunirse en el campo son remitidos a otros destinos. Lugareños y refugiados comparten un espacio que no cuenta con límites muy claros, en el que hace menos de un año vivían apenas 10.000 personas y que está a punto de convertirse en la tercera ciudad más grande del país.

Los niños representan el 58% de la población sursudanesa de los campos de acogida en el país, frente a un 14% de hombres y un 28% de mujeres

El rápido incremento de la población se ha traducido en una incesante demanda de madera, empleada tanto para la construcción de hogares como para combustible, además de imponer un reto para la gestión de agua, energía y residuos. La amenaza para los bosques en una zona caracterizada por la sequía y donde los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes ha empujado a las autoridades locales a señalar con una marca roja los árboles de algunas variedades para que no sean talados. Aún así, el país pierde 200.000 hectáreas de verde cada año, según FAO, la agencia de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura.

Desire Harriet niega tener problemas con la comunidad anfitriona. Tiene 24 años y está embarazada de su primer hijo. Antes del conflicto, llevaba una vida tranquila con su familia en un pueblo a unos 50 kilómetros de la frontera con Uganda. Tuvo que andar durante tres días para llegar a Bidibidi y sostiene que a lo largo del camino unos hombres robaron todo lo que tenía y pegaron a su madre. Desire se queja de que no recibe comida suficiente para llegar a final de mes, de las dificultades a las que se enfrenta su marido a la hora de buscar trabajo y de que el terreno de 50x50 metros que recibió del Gobierno ugandés no es apto para la agricultura. Le gustaría volver a su pueblo, pero sabe que por ahora es imposible.

Como ella, muchos refugiados se ven obligados a recorrer decenas de kilómetros hasta alcanzar la frontera, pese al riesgo de ser víctimas de emboscadas, violencias y robos a lo largo del camino. Distintas organizaciones humanitarias les esperan con autobuses en los puntos más transitados de acceso al territorio ugandés para transportarles hasta los centros de primera acogida como el de Imvepi.

El centro de acogida de Imvepi

La carretera de acceso a este lugar está flanqueada por puestos en los que se cargan móviles o se venden bienes de todo tipo, desde vaqueros hasta huevos. Actualmente, un total estimado de 80.000 personas reside en esta zona, de las cuales solo 60.000 han sido registradas por las autoridades. Nada más llegar se someten a un examen médico básico y después reciben los primeros auxilios a la espera de pasar por el registro. Se les ofrece una cartilla de racionamiento de alimentos, productos básicos de aseo y el material para la construcción de una casa.

"El hambre representa un problema cada vez más grave y los casos de malnutrición se convierten en más frecuentes", explica Reka Farkas, experta de ACNUR. "Los que decidieron quedarse en Sudán del Sur están expuestos a una situación cada vez más peligrosa, porque la lógica de los combatientes es que si no has huido es que tienes algo que esconder".

Amalia Liza, de 18 años, vino sola y no sabe dónde está el resto de su familia. Lleva cinco días en el campo, suficientes para darse cuenta de que, aunque la comida que recibe sea escasa, de momento quedarse aquí es la mejor opción para ella. Rechard Lemeri, de 24 años, tampoco conoce el paradero de sus allegados y coincide con ella. "En mi pueblo estaban matando a todos los hombres. Cuando los dinka te ven, te cortan el cuello. Esto pasa todos los días y todas las noches", insiste.

Regina Ropani está sentada con las manos cruzadas sobre el vientre en una pequeña banqueta delante de la casa en la que vive con su hijo, ya que su marido murió hace mucho tiempo. No podría decirlo con seguridad, pero cree que tiene algo así como 72 años. Le cuesta empezar a relatar la historia de cómo tuvo que dejar su pueblo, Mongo, para establecerse en Imvepi. Su nuevo hogar está casi vacío y cuenta con resignación que no come desde la noche anterior. Regina no piensa volver a Sudán del Sur y espera que el país de acogida pueda brindar mejores oportunidades a su hijo.

Liliane Woro no consigue reprimir las lágrimas cuando habla de la esperanza de que sus tres hijos puedan volver a la escuela tras huir de Koji Koji. No tiene muy claro quiénes son las partes implicadas en el conflicto en Sudán del Sur y por qué se enfrentan. Sean cuales sean sus razones, son responsables de que ella, en sus escasos 40 años de existencia, ha tenido que ser testigo del secuestro de su marido y de la muerte de su hermana durante una emboscada a lo largo del camino hacia un lugar más seguro.

Kiryandongo, enfrentando emergencias desde 1990

El campo de Kiryandongo se ubica a unos 240 kilómetros al norte de Kampala y, como muchos otros, está saturado. Abrió las puertas en los años noventa para dar acogida a los desplazados internos por el Ejército de Resistencia del Señor (LRA, por sus siglas en inglés), aunque ahora la casi totalidad de sus 52.000 residentes son originarios de Sudán del Sur. El responsable del campo, Michael Joel Nabugere, sostiene que los refugiados ya representan el 47% de los habitantes de la provincia. "El hecho de no aceptar a más personas y que el campo lleve muchos años funcionando dificultan la tarea de conseguir fondos y donantes", explica el representante del poder central. Nabuguere se muestra especialmente preocupado por la escasez de agua y por el desafío de garantizar el acceso a la educación a los más jóvenes.

Una política abierta hacia los refugiados

Pese al enorme reto que la llegada de refugiados supone desde el punto de vista de infraestructuras, servicios y presión sobre los recursos naturales de Uganda, Kampala mantiene su política de apertura hacia los refugiados. Gozan de libertad de movimiento y derecho a trabajar, además de recibir un pequeño terreno para construir su hogar y cultivar, con el objetivo de fomentar su integración con los lugareños.

El embajador de la Unión Europea en el país, Kristian Schmidt, alaba la actitud de las autoridades ugandesas y su rápida respuesta a la emergencia, pero mantiene dudas acerca del futuro de esta política. "Mientras en Europa se debate sobre la reubicación de los refugiados sirios, este país en vías de desarrollo acoge a 1,2 millones de personas frente a una población de 34 millones de habitantes. En algunas zonas, hay más refugiados que lugareños y, aún así, no los rechazan", explica desde la sede de la delegación de la institución en la capital. "Es un modelo muy admirable, pero el Gobierno no se da cuenta de que con el rápido crecimiento de la crisis empieza a no ser sostenible".

Volver a estudiar es también el mayor sueño de Barack Victor, de 20 años y de etnia kuku. Dejó Juba por miedo a tener que alistarse en el Ejército tras el estallido del conflicto, como ocurrió a varios de sus amigos. Tuvo que abandonar las aulas de Administración Económica para sustituir los libros por el cultivo de un pequeño jardín en Kiryandongo. "Con mi edad es muy frustrante ver cómo pasa el tiempo y no tener nada que hacer", suspira. Sus hermanos y primos pequeños, con los que comparte casa, tuvieron la suerte de poder acceder a una de las escuelas primarias en funcionamiento en el lugar, pero los problemas se presentarán al acabar este ciclo de estudio, ya que el campo no dispone de secundarias.

La vecina de Barack dice llamarse Mary, aunque en el certificado de registro amarillento en el que aparece con sus seis hijos se muestre el nombre Awel Lual Ajok. Lleva al cuello la imagen de un pastor protestante enmarcada en un colgante dorado y sujeta el documento entre los dedos como si fuera su bien más preciado. Cuando habla del conflicto, esta mujer dinka de 34 años baja la voz hasta cuchichear. Reconoce que la relación entre los representantes de su etnia y los nuer en el campo no es buena, pero no sabe explicar el porqué. "La guerra es algo de hombres", zanja.

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Sobre la firma

Tiziana Trotta
Ha desarrollado la mayor parte de su carrera en EL PAÍS, principalmente en Planeta Futuro y en la Mesa Web. Es licenciada en Ciencias de la Información por la Universidad de Urbino (Italia), Máster en Ciencias Históricas, Filológicas y de las Religiones por la Universidad Sorbona (Francia) y Máster de periodismo de EL PAÍS.

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