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Columna
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Un proceso iliberal

Cualquier proceso democrático, exige garantías, que es lo que la ley proporciona

Lluís Bassets
El expresidente de la Generalitat catalana Artur Mas acompañado de su esposa, Helena Rakosnik.
El expresidente de la Generalitat catalana Artur Mas acompañado de su esposa, Helena Rakosnik. MASSIMILIANO MINOCRI

La legalidad no es una condición suficiente. No basta con que el proceso sea legal para que sea democrático. Pero es una condición necesaria. Por muchos argumentos y excusas que se inventen, si no es legal, no es democrático.

Entre los argumentos y excusas está la idea de que la ley es un corsé, amparada en la mala traducción de rule of law como imperio de la ley, que denota una imposición. Una traducción mejor es regla de juego, que permite gobernarnos, no según el capricho de los humanos, sino según el criterio construido colectivamente, es decir, un gobierno de las leyes y no un gobierno de los hombres. La regla de juego, el derecho, obliga pero también protege a todos.

Este proceso, cualquier proceso democrático, exige garantías, que es lo que la ley proporciona. Es decir, separación de poderes entre quien hace la ley, quien la aplica y quien hace de árbitro sobre sus interpretaciones; protección de las libertades fundamentales: quienes estén afectados por este proceso podrán recurrir ante los tribunales y reivindicar sus derechos; y finalmente, transparencia y control de la opinión pública a través de unos medios de comunicación que no dependan del gobierno y tengan la libertad efectiva para la crítica y la denuncia.

Hasta el 27S, el proceso independentista circulaba por cauces asimilables a la democracia liberal. Sus dirigentes buscaban una mayoría social y parlamentaria que les permitiera convocar perentoriamente una consulta, en 2014 primero, luego 2016 o 2017, no en el medio y largo plazo.

El resultado a la vista está: Artur Mas, en las tres ocasiones (25N, 9N y 21S) en que ha intentado construir esta mayoría que le permitiera al menos negociar en posición de fuerza con el gobierno español ha obtenido un resultado notable pero insuficiente. Aunque no hay mayoría independentista para la imposición unilateral ni siquiera de una consulta sobre el futuro de Cataluña, de las tres votaciones también se deduce que no habrá forma de gobernar España sin tener en cuenta la fuerza del independentismo.

Artur Mas no ha querido rectificar ni terminar el proceso, y menos lo quiere su sucesor, Carles Puigdemont, designado por imposición de la CUP y atrapado en el síndrome de una cierta emulación. ¿Si el moderado burló al Estado en el 9N, qué no tendrá que hacer el indepe de toda la vida?

De ahí la deriva iliberal del proceso. Iliberal, sí. Es democracia, porque hay urnas y mayoría, pero es iliberal como en Hungría y Polonia, porque la regla de juego ya no es de todos sino de quien impone su mayoría insuficiente. La división de poderes, las libertades fundamentales, el sistema de garantías y controles, la transparencia y el papel de los medios de comunicación desaparecen engullido por la voluntad popular, el pueblo sagrado que arrolla con las urnas a quienes se interponen entre su deseo y su destino.

El momento iliberal del proceso todavía no ha culminado, aunque ya encontramos algunos episodios destacados en los incumplimientos de la regla de juego señalados por los letrados del Parlament, el Consell de Garanties Estatutàries y, naturalmente, el árbitro supremo, se quiera o no, que es el Tribunal Constitucional.

La ley de transitoriedad promete convertirse en la cúspide de la vulneración de la democracia liberal. Si son verdad las insinuaciones y filtraciones de unos y otros, la ley tendrá dos partes. Una, construida como una especie de miniconstitución anticipada, que solo entraría en vigor en caso de que la independencia saliera vencedora en el referéndum que se pretende organizar; y otra, que autorizaría al gobierno para que organizara dicho referéndum, sustrayéndose de la legalidad constitucional española. Esta última parte es la que debe preocupar a los funcionarios, y en realidad a todos los ciudadanos, porque significaría la suspensión de las libertades y derechos fundamentales y de la vigencia del Estado de derecho entre el período que se abre con la convocatoria del referéndum y la entrada en vigor de la nueva legalidad.

Todos debemos obedecer las leyes, claro está. Las actuales, emanadas de la Constitución española, y las hipotéticas de una Constitución catalana que no existe ni sabemos si existirá. Las noticias que nos llegan de la opaca ley de transitoriedad nos dicen que habrá un momento fáctico, sin ley, en el que se intentará imponer las órdenes de la mayoría insuficiente a los funcionarios y a los ciudadanos. Si alguien considera vulnerados sus derechos y libertades y no obtiene protección del inexistente Estado de derecho catalán, que todavía no habrá nacido, no tendrá más remedio que acudir al único Estado de derecho que tendrá a mano que es el español, no hay otro.

Y si el Constitucional interviniera para anular esta extraña ley de transitoriedad, no sería para impedir el ejercicio del derecho de voto, sino para evitar que se suspendieran las libertades fundamentales por parte de quienes intenten crear un régimen de democracia iliberal o de facto a partir de una mayoría parlamentaria que no les permite ni siquiera modificar la ley electoral catalana.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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