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Iba por la calle contando personas y me asombró la cantidad de gente extraña que hay en el mundo
Iba por la calle, contando las personas con las que me cruzaba, y me asombró la cantidad de gente extraña que hay en el mundo, cada una a lo suyo, todas iguales y todas diferentes. Una, dos, tres cuatro. Llegué a quinientas y lo dejé. Hombres, mujeres, niños…, a ninguno conocía y ninguno me conocía a mí. Pensé en lo que llevaban en los bolsillos: unas monedas, unos pañuelos de papel, las llaves de casa, la cartera con la documentación, las tarjetas de crédito… Luego calculé lo que llevaban en la cabeza: preocupaciones. El hijo que no encuentra trabajo, el padre amenazado por una desregulación, el abuelo con Alzheimer… Me dio la impresión de pasear entre gente preocupada, incluso angustiada. De súbito, empecé a ver el miedo en sus rostros con la facilidad con la que se descubre la menesterosidad en el calzado.
Para aliviar el desasosiego, volví a contar. Quinientas una, quinientas dos, quinientas tres… En esto pasé por delante de un escaparate donde apareció mi reflejo y lo conté también, quinientas cuatro… Solo un poco después advertí que aquel al que había tomado por otro era yo. Era yo y llevaba el pánico dibujado en la mirada. Me detuve, respirando de forma irregular, y volví sobre mis pasos para observarme otra vez como a un extraño. Pero en esta ocasión me reconocí y disimulé el miedo. Logré verme como un tipo normal que va por la calle con las llaves de casa en el bolsillo.
Continué mi camino sin dejar de contar, y en esto me tropecé con un conocido que hizo como que no me veía. Decidí no contarlo. Cuando llegué a casa, llevaba contadas mil cuatrocientas cincuenta y cuatro personas, un número idiota, así que di aún un par de vueltas para llegar a las mil quinientas, no fuera a suceder una desgracia.
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