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Columna
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La crisis de los partidos

La implicación de las bases en la toma de decisión de los partidos debería ser una buena noticia para la revitalización de la democracia. Y, sin embargo, se vive mal

Josep Ramoneda
Susana Díaz, Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero, Alfonso Guerra y Alfredo Pérez Rubalcaba en la presentación de la candidatura de Susana Díaz a las primarias del PSOE
Susana Díaz, Felipe González, José Luis Rodríguez Zapatero, Alfonso Guerra y Alfredo Pérez Rubalcaba en la presentación de la candidatura de Susana Díaz a las primarias del PSOEChema Moya (EFE)

En tiempos nada lejanos, una exhibición de poderío como la que hizo Susana Díaz en la presentación de su candidatura a la secretaría general del PSOE hubiera finiquitado el debate. Los potenciales adversarios habrían desaparecido discretamente o hubiesen asumido un rol estrictamente testimonial y decorativo. Sin embargo, esta vez no es así, y Pedro Sánchez, a quien la miopía del aparato dio por liquidado con su defenestración, aparece como una opción real conforme al juego de sombras de la dinámica binaria propia de este momento: oficialismo y antisistema, patriotismo identitario de partido y pulsión de las bases, cargos orgánicos y militancia. Y cunde el pánico: algunos dirigentes socialistas insinúan que si ganara Sánchez podrían reconsiderar su posición en el partido y proliferan las advertencias sobre los riesgos para el sistema de una victoria del malquerido de las élites.

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La implicación de las bases en la toma de decisión de los partidos debería ser una buena noticia para la revitalización de la democracia. Y, sin embargo, se vive mal. Vemos las trifulcas que tanto en Podemos como ahora en el PSOE provocan los procesos de elección de cargos y vemos los efectos demoledores que en partidos como “los republicanos” o los socialistas franceses está provocando la apertura a la participación. ¿Son crisis pasajeras de adaptación a un nuevo modelo o hay que entender que la única forma de partido posible es una organización jerárquica, cerrada, encuadrada en torno a un líder indiscutido, en que la cooptación es la vía natural de ascenso y el que osa desafiar al que manda se queda por el camino, al modo del Partido Popular?

La democracia es en el fondo una cuestión de confianza en la ciudadanía. Si esta falla, la democracia palidece. La apertura a la participación forzada por la irritación ciudadana y la irrupción de nuevos actores ha removido las aguas de unos sistemas cada vez más corporativos, en que los partidos habilitados para gobernar operaban en cerrado cartel. Y vivimos ahora entre dos pánicos: el de los partidos tradicionales a perder su oligopolio y el de los poderes económicos a que los gobernantes pierdan el control del personal y se amplíen peligrosamente los límites de lo posible. De ahí las llamadas al orden, cuestionando el poder de decidir de los ciudadanos, como si el papel de estos en democracia se limitara a ratificar lo previamente establecido desde arriba. La calidad de la democracia se mide por su capacidad de incluir no de excluir. Mal asunto cuando en la democracia hay miedo a los ciudadanos. Y triste seria si el resultado final de la crisis de representación fuera el regreso al punto de partida, la consolidación de los partidos de liderazgo fuerte y rigidez leninista, con la militancia al servicio incondicional del líder. Como Le Pen y Macron en Francia.

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