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Columna
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¿Seguro que lo volverían a hacer?

Mas desea que pase algo que obligue a suspender el referéndum, según conocedores de CDC

Artur Mas y Pugidemont.
Artur Mas y Pugidemont.QUIQUE GARCÍA (EFE)

La invocación de altos ideales nacionalistas para encubrir tras un manto de silencio prácticas corruptas no es de ayer. De la famosa escena de Maragall, en marzo de 2005, echando en cara a Mas que su partido tenía un “problema que se llama el 3%”, lo más interesante es lo que vino después. Mas apeló a los importantes retos que ambos tenían por delante (la reforma del Estatut) y acusó a Maragall de haber arruinado con esa insinuación la confianza entre sus partidos, necesaria para abordarlos; y le emplazó a retirar sus últimas palabras. “Accedo a su demanda”, fue la sorprendente respuesta del entonces president.

Más también rogó a su interlocutor que en adelante, si tenían alguna sospecha, hicieran “el favor de ir a los tribunales”. Y más recientemente, en julio de 2013, se comprometió a que, si un día la Justicia demostrase una financiación irregular de su partido, él sería “el primero en actuar”. Recordar esto a la luz de lo que ha emergido en el juicio sobre el caso Palau resulta casi esotérico. Pero es muy revelador de la mentalidad con que el nacionalismo aborda la cuestión. Como un obstáculo colocado por los enemigos de Cataluña para entorpecer el proceso independentista.

Cuando sus dirigentes admiten que la excepcionalidad de ese proceso obliga en ocasiones a forzar los límites de la legalidad y de las reglas del juego democrático están llevando al extremo la pretensión de impunidad. Pero, lejos de esa lógica interesada, lo que se deriva de la excepcionalidad de un proceso que afecta personalmente a millones de ciudadanos es la necesidad de extremar las garantías democráticas y el respeto a las normas, y no el poder saltárselas como están intentando.

Es frecuente en las últimas semanas que aparezcan en la prensa catalana referencias a declaraciones “en privado” de dirigentes nacionalistas que nunca las asumirían en público. Y casi siempre referidas al referéndum independentista. Ha trascendido, por ejemplo, que Francesc Homs comunicó a un grupo de directivos de multinacionales presentes en Cataluña que la consulta podría fracasar por falta del apoyo suficiente, con lo que quizás no llegara a celebrarse, para lo que no faltarían pretextos. Un sector del partido de Mas considera que el plus necesario para romper el empate e inclinar la balanza del lado independentista requeriría un grado más de indignación, que solo podría venir del recurso por parte del Gobierno a medidas coercitivas. Mas ha advertido que si el Gobierno mantiene su negativa a la consulta se puede encontrar con una respuesta “más dura — no digo violenta—de lo que puedan pensar” (EL PAIS. 3-3-2017).

Pero al mismo tiempo, dirigentes conocidos han deslizado la idea de que el Gobierno no podría, por ejemplo, inhabilitar a 500 de los 947 alcaldes de Cataluña porque eso tendría repercusiones internacionales y anularía cualquier posibilidad de negociación.

Tras la condena a dos años de inhabilitación por la consulta del 9-N, Artur Mas, que al final de aquella jornada alardeó de ser el responsable máximo de lo acontecido, ha dicho que lo volvería a hacer. Pero personas que conocen el mundo convergente se arriesgan a sostener que en el fondo de su corazón lo que Mas y otros muchos como él desearían es que pase algo que obligue a suspender el referéndum, de efectos irreversibles, y sustituirlo por unas nuevas elecciones: que se repartan las cartas de manera que se pudiera formar un Govern no condicionado por la CUP y capaz de asumir una negociación en pos de salidas intermedias.

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