Elliniko, los peores campamentos de la Grecia continental
Tercera entrega del diario de viaje de un periodista de Amnistía Internacional a los campos de refugiados de Grecia
Un antiguo aeropuerto en desuso reconvertido en improvisado campamento, con promesas reiteradas y mensuales de cierre y de traslado a un lugar más digno de las 711 personas que duermen allí en tiendas de campaña tipo iglú, hacinadas en la terminal. Un estadio de hockey también olvidado con 567 personas durmiendo en los pasillos y vomitorios, también en tiendas de campaña tipo iglú. Y un estadio de béisbol también sin uso deportivo y abandonado, con tiendas de emergencia de ACNUR perfectamente colocadas en hileras sobre el antiguo terreno de juego (tierra batida que con las lluvias y nieve se convierte en un barrizal) que acoge a otras 322. En fin, un panorama desolador. Welcome to Elliniko.
Nuestra visita se produjo con buen tiempo. Dos semanas antes, la ola de frío provocó escenas dantescas en estos tres lugares, especialmente en el campo de béisbol, donde los bebés y niños pequeños lloraban desconsolados de frío. Las personas que viven allí han pasado la mitad del invierno sin electricidad ni calefacción de ningún tipo. Ahora tienen radiadores (uno por tienda) para calentarse, pero la humedad de las semanas pasadas ha sido dura.
Nos habían avisado sobre estos campamentos. Son los peores de la parte continental de Grecia. Aquí residen en su mayoría afganos que vienen huyendo del conflicto en el país (y de los talibanes especialmente) y que han pasado algún tiempo en Irán. Son los refugiados olvidados entre los olvidados. Los que menos opciones tienen de llegar a ningún lugar. Los que nadie quiere en sus países (la Unión Europea dejó a esta y a otras nacionalidades fuera del proceso de reubicación) y los que menos posibilidades tienen de acceder a la reunificación familiar, ya que no tienen parientes directos viviendo en países europeos. En verano, durante la anterior visita de Amnistía Internacional, las peleas y los conflictos entre las personas que aquí residen eran frecuentes. La tensión y la desesperación son comprensibles. El pasado domingo cinco de febrero, un día después de nuestra visita, algunos refugiados se declararon en huelga de hambre y comenzaron una protesta por las malas condiciones en las que viven.
Entramos en la tienda de una familia con la madre como cabeza, con un hijo de 20 años que no puede caminar, cinco menores a su cargo y un marido fallecido en Irán, donde residieron durante 16 años. Vendieron un pedazo de tierra que tenían en su lugar de origen, en Afganistán, para pagar a las mafias su pasaje a Europa. Están varados en Grecia. ¿Cómo pueden salir de aquí? La madre se plantea enviar a una de sus hijas menores a Alemania, donde tienen familia lejana, y optar después a la reunificación. Pero tiene dudas. El viaje es peligroso. ¿Quién en su sano juicio expondría a una hija a ese tipo de viajes? ¿A quién se la confiarías? Tiene otro hijo de 14 años en Irán. Ha querido suicidarse. Y la madre duda. “¿Y si volvemos a Irán donde residían antes de emprender la aventura europea?”, pregunta con la voz entrecortada. Complicado, ya que su nacionalidad es afgana y es ahí donde puede regresar. Nadie les garantiza después el pase a Irán. Difícil decisión. La desesperación es grande. No pueden seguir su camino. No saben si volver atrás.
¿Cómo sobrevivir a esta situación? En la terminal del aeropuerto hay una escuela informal, pero las hijas no acuden. Dicen que es un caos y que a veces faltan los profesores. El tiempo pasa muy despacio en las tiendas de campaña donde la familia permanece unida, dando cariño al hijo más pequeño y atendiendo al que no puede caminar. El aire es irrespirable en esta terminal. En verano el calor era insoportable. Ahora hay muchas quejas sobre la comida y la ventilación, y la higiene y la seguridad dejan mucho que desear. Nos dicen que solo hay agua caliente de cinco a seis de la mañana. Hay muy pocas duchas. Vivir aquí resulta agobiante.
Dos refugiados afganos regresan a su campamento en Elliniko, a las afueras de Atenas. Llevan un año deambulando por aquí. #YoAcojo pic.twitter.com/wppsp1PyN6
— Amnistía Internacional España (prensa) (@AIPrensaESP) February 4, 2017
Bahadur (nombre ficticio) vive en uno de los pasillos de la terminal. Nos invita a pasar a su tienda. Ha levantado cortinas sujetas del techo con cuerdas. Lo han hecho todos para tener un poco de intimidad. Se disculpa por no poder ofrecernos un té. Tiene 17 años. Lo confiesa después de un rato de conversación. En el registro ha dicho que tiene 18. De esta manera, consigue no ser trasladado a un centro de menores y los 80/90 euros al mes que recibe por su condición de refugiado adulto. Su historia es dura. Salió de Afganistán con 11 años, la situación allí era muy complicada. Viene de una familia pobre y quería enviar dinero a su madre. Su padre estaba muy enfermo. A los 16 decidió viajar a Europa en busca de un futuro mejor. “¿A qué país te dirigías?”, le pregunto. “A cualquiera. Quiero estudiar y tener una vida digna”, es una respuesta simple y directa. Acabó en Turquía, pagó por cruzar de forma ilegal por el mar y llegó a las islas griegas. De ahí, hace once meses que le enviaron a Atenas y se quedó en este antiguo aeropuerto de las afueras. Duerme en una tienda con otros menores. Ahora son amigos, pero se conocieron aquí.
Bahadur se pasa todo el día sin hacer nada. Eso le está comiendo por dentro. Siente que su vida se está perdiendo en la incertidumbre que le rodea. El aburrimiento es brutal. Lleva toda la vida viviendo en la miseria o por debajo de ella. Apenas tiene contacto con su familia. No quieren que sepa lo mal que se encuentra. No ha solicitado asilo en Grecia. No quiere quedarse aquí. Es consciente de la crisis griega. Ha perdido la esperanza. Sus compañeros de tienda también. Sus historias son parecidas. Algunos jóvenes merodean por el día por la plaza ateniense de Omonia. Consumen drogas y alcohol y hasta se prostituyen. Hay mercado para todo. Sus vidas son terribles. Bahadur nos pregunta angustiado cuándo abrirán las fronteras. Quiere seguir su camino. Lleva mucho tiempo aquí sin hacer nada. Como todas las personas con las que hablamos, se queja de la comida. Él no tiene dónde calentarla. Come siempre frío. Apenas tiene ropa. No va a la escuela. “Somos seres humanos. No deberíamos vivir así”, nos dice antes de que nos despidamos.
Las personas que viven allí han pasado la mitad del invierno sin electricidad ni calefacción de ningún tipo
Vamos a los estadios deportivos próximos a la terminal. Primero, el de béisbol. Un grupo de mujeres solas con hijos a su cargo se acerca a nosotros. Aparte de los voluntarios que trabajan aquí, son pocos los europeos que tienen permitido el acceso a este campamento. Sus residentes también vienen de Afganistán, huyeron de los talibanes, vivieron en Irán y se encuentran varados desde hace un año. Las trayectorias se repiten. No tienen esperanza. Quieren un futuro para sus hijos. Una vida digna. Tienen miedo de ir al servicio solas por la noche. Ayer se fue la electricidad. Estaba todo muy oscuro y no salieron de la tienda hasta que clareó. Se acompañan mutuamente para evitar agresiones sexuales. “¿Qué va a pasar con nosotras?, ¿qué podemos hacer?, ¿por qué no nos ayudan otros países”? No tenemos respuesta para estas preguntas. Gracias por compartir vuestra historia. Hasta luego. Mucha suerte. Así terminan nuestras entrevistas. Un abrazo, un apretón de manos. Una muestra de cariño y de respeto.
Justo al lado hay un estadio de hockey sobre hierba. Duermen en las gradas y en las instalaciones interiores, también en tiendas de campaña tipo iglú. Creo que ya tenemos suficientes historias. No quieren que fotografiemos el lugar donde viven. Lo respetamos. La gente apenas tiene ganas de hablar. Seguimos nuestro camino después de estrechar algunos hombros, mirar a los ojos a muchas de estas personas y desearles lo mejor.
Cuando dejamos atrás estos campamentos, hay muchas preguntas que nos persiguen. La más importante es esta: ¿tan difícil es proporcionar la protección que merecen estas personas que están dentro de Europa? ¿Es un número tan desproporcionado? La administración griega está desbordada. La mayoría de refugiados no quiere quedarse aquí. Los que tienen dinero se marchan pagando cantidades ingentes a las mafias. Los que se quedan son los que menos recursos tienen. Ya se empeñaron para llegar.
En las islas unas 16.000 personas se encuentran todavía peor. Los campamentos están saturados y en peores condiciones, casi todos siguen en tiendas de campaña soportando bajas temperaturas y hacinamiento en los campamentos. El acuerdo de la UE con Turquía les impide salir de allí. Serán expulsadas en breve. Volverán al punto de partida después de haberlo perdido todo, hasta la esperanza. ¿A quién le importan de verdad estas personas? Cuando se miran los números globales es imposible no sentir vergüenza por el comportamiento de los gobiernos europeos. Son sólo unos 50.000 refugiados en Grecia. En Amnistía Internacional seguiremos presionando. Este viaje me ha dado fuerza para poner estas historias en los despachos de las autoridades. Tienen que escuchar sus voces. Tienen que conocer sus testimonios. Aquí no se rinde nadie: #YoAcojo
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