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Tribuna
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El motín de la España vacía

Llevan décadas clamando contra el abandono y se sienten ciudadanos de segunda del Estado al que pertenecen. Puede que sepan que la partida está perdida, pero da la impresión de que quieren jugarla, pese a todo

Sergio del Molino
EVA VÁZQUEZ

Hace meses que me di cuenta de que la expresión la España vacía, con la que titulé mi último libro (y que, hasta entonces, no aparecía en ningún sitio) había cobrado vida propia. Políticos, tertulianos, comentaristas de lo más variado, bustos parlantes de telediario, redactores de titulares e incluso El Gran Wyoming se han servido de ella con familiaridad, explicándola sin aludir al libro ni a su autor, porque tal vez ni siquiera sepan que fue una ocurrencia de un escritor. No vengo a ponerme quisquilloso ni a reclamar derechos que no me asisten; solo constato mi pasmo, ya que lo habitual en mi oficio es la intrascendencia. Uno publica cosas y la sociedad las ignora, como confirma la cita atribuida a Manuel Azaña: “En España, la mejor manera de guardar un secreto es escribir un libro”. Cuando sucede lo contrario, los escritores andamos deslumbrados, porque nos han sacado de la cueva donde vivimos. Y así, un poco a tientas, comparto ahora un par de pensamientos.

“Quieren que nos muramos del asco”, le decía una anciana al periodista Emilio Gancedo en su libro de viajes Palabras mayores, en el que recorría casi toda España para rescatar la memoria rural. Es una convicción generalizada: se han olvidado de nosotros, no existimos, nos vamos borrando sin que a nadie le importe. Como antes se borraron los linces, los osos y los lobos. Los humanos también están en peligro de extinción en muchas zonas del interior de la Península (también hay un Portugal vacío).

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Y, sin embargo, no es del todo cierto ese abandono, pues España, mal que bien, sigue siendo un Estado social. Las tan denostadas Diputaciones provinciales han sido esenciales al proveer servicios básicos en municipios aislados y sin recursos. Muchas veces se ha criticado a los órganos provinciales con razón, como fermento del caciquismo, del nepotismo y de las redes clientelares, pero si llevan casi 200 años funcionando es porque son útiles. Gracias al esfuerzo de esas y de otras administraciones, en cualquier lugar del país, alguien recoge la basura cuando se tira al contenedor, la luz se enciende cuando se accionan los interruptores, de los grifos sale agua potable y la Guardia Civil acude cuando se llama al 112. El olvido que más duele tiene que ver con la exclusión del relato público: la sensación de que a nadie le importan los problemas de esos miles de españoles dispersos, que suponemos envejecidos y a veces aburridos, que resisten en la meseta y en las sierras. Tal vez por eso han adoptado el topónimo de la España vacía, con el que hacen notar su presencia al resto del país.

Así parecen entenderlo algunos políticos autonómicos. En la reciente conferencia de presidentes, el asturiano Javier Fernández se hizo fuerte con sus homólogos de Castilla y León, Castilla-La Mancha, Aragón y Extremadura —todas ellas, salvo Castilla y León, presididas por socialistas— para poner énfasis nacional a lo que suele quedarse en lamento local. Todas esas comunidades —y parte de otras, como el interior de Galicia o algunas zonas del norte de Andalucía— conforman el mapa de la España vacía. Es decir, tienen muy poca población, muy dispersa, rural y envejecida. Administrar esos lugares es complicado, pues para garantizar los servicios básicos hay que gastar mucho más dinero que en las grandes ciudades, pero esa es quizá la parte más sencilla, ya que para solucionarla solo hace falta presupuesto. La más complicada es que muchas comarcas tienen unas densidades de población tan bajas que han perdido todo su tejido económico y productivo. La creación del Comisionado del Gobierno frente al Reto Demográfico, ya conocido como el “organismo contra la despoblación”, dependiente de la Vicepresidencia del Gobierno, parece un logro de las comunidades afectadas, pero el texto del real decreto que lo constituye suena a brindis al sol. Si la comisionada Edelmira Barreira cumple la mitad de los propósitos mayúsculos del artículo uno, merecerá todos los honores y el encargo de otros retos a su altura, como modificar el curso de las corrientes oceánicas o desplazar el eje de la Tierra.

Lo que se ha hecho hasta ahora parece que no sirve o solo ha servido en casos puntuales

Al contrario que la retórica gubernamental, las reclamaciones del lobby de la España vacía suenan sensatas porque se refieren a asuntos básicos e innegables. ¿Quién va a cuestionar que un anciano necesita un consultorio médico en su pueblo, o los niños una escuela? Pero, bajo esa sensatez, se puede esconder una inercia victimista que abunde en la creencia de que una mano negra urbanita quiere, efectivamente, que los vecinos de las zonas despobladas se mueran de asco. Si la comisionada quiere evitar este bucle, tal vez deba empezar por comprender que los habitantes del desierto español no son sujetos pasivos ni recipientes de subvenciones, sino personas capaces de orientar sus destinos y cansadas de verse reducidas a un arquetipo folclórico.

La fe en la providencia está muy arraigada en estos debates. Cuando doy una charla o participo en un encuentro con lectores en alguna de estas regiones abandonadas, el debate siempre acaba con la pregunta de qué se puede hacer y a quién hay que reclamar. Nadie sabe qué hacer, pero muchos constatan lo obvio: lo que se ha hecho hasta ahora parece que no sirve o solo ha servido en unos escogidos casos puntuales. Tal vez haya que cambiar el enfoque, y temo que el lobby no esté innovando mucho, dado que la discusión se centró en presupuestos e inversiones, como siempre.

Bajo la sensatez de las reclamaciones se puede esconder una inercia victimista

A través del programa Leader y de los fondos de cohesión europeos (en especial, el Feder y el Feader) se han probado fórmulas de estímulo empresarial, muchas veces fiándolo todo a un turismo improbable e incidiendo en la construcción de infraestructuras de transporte que a menudo acaban infrautilizadas porque no hay tantos coches, trenes, ni, por supuesto, aviones. En todo 2016, el aeropuerto de Huesca fue utilizado por menos pasajeros de los que caben en un avión: 95. Hasta donde yo sé, nadie ha dimitido ni asumido ninguna responsabilidad política por la construcción y puesta en marcha de algo tan caro como innecesario.

El asunto se ha planteado en términos de boxeo o de motín popular. Desde meses antes de la conferencia de presidentes se insinuaban alianzas entre comunidades para poner los problemas de la despoblación en la primera página de la agenda política. La España vacía contra la España llena, he llegado a leer a propósito de los debates de la cumbre autonómica. Parece un enfrentamiento asimétrico que puede ser contado con la retórica bíblica de David contra Goliat, pero es una lucha en la que uno de los contrincantes no se ha enterado de que está siendo atacado por el otro. La España vacía lleva décadas clamando contra el abandono del que se siente víctima sin que la España llena se haya dado por aludida. No se refieren al abandono de sus propios habitantes, porque la concentración urbana es una tendencia normal en cualquier economía desarrollada, sino al del Estado al que pertenecen y del que se sienten ciudadanos de segunda. No solo es un motín contra la Administración o contra la soberbia urbanita, sino contra el movimiento natural del mundo. Puede que sepan que la partida está perdida, pero da la impresión de que quieren jugarla, pese a todo.

Sergio del Molino es escritor. Su último libro publicado es La España vacía (Turner).

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Sergio del Molino
Es autor de los ensayos La España vacía y Contra la España vacía. Ha ganado los premios Ojo Crítico y Tigre Juan por La hora violeta (2013) y el Espasa por Lugares fuera de sitio (2018). Entre sus novelas destacan Un tal González (2022), La piel (2020) o Lo que a nadie le importa (2014). Su último libro es Los alemanes (Premio Alfaguara 2024).

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