Trompetas de guerra y sedición
El lugar donde se está produciendo la polarización política es el espacio público regulado por los medios de comunicación y las redes sociales. Ahí, al argumento lo reemplaza la descalificación grosera; a la razón, la gracieta enmarcada en un tuit
Lo sabemos bien, la primera víctima de cualquier guerra es la verdad. Y lo es porque en ella, como bien nos anticipara Tucídides, se impulsa a modificar, “en relación con los hechos”, el significado habitual de las palabras “con tal de dar una justificación”. Así, por seguir con el griego en su relato de la Guerra del Peloponeso, la “audacia irreflexiva pasaba por ser valiente lealtad; una prudente cautela, cobardía enmascarada; la moderación, disfraz de cobardía”; etcétera.
Hoy a eso le damos el nombre de “enmarques” (frames) y lo hemos trasladado desde la excepcionalidad bélica a la política cotidiana. Cada parte contendiente en la lucha política porfía por ajustar la representación de la realidad a aquello que más le conviene para avanzar su posición respectiva. Por eso hablamos de política pos-verdad. No importa que algo sea o no mentira, que no se ajuste a los hechos; lo único relevante son los efectos que se consiguen a través de lo expresado. El mundo de lo político se condena así a ser objeto de una multiplicidad de representaciones, a una “guerra de definiciones”.
El dictum de Nietzsche de que no existen hechos, sino solo interpretaciones es ya lo único que vende. Se desvanece así el único asidero sobre el que construir la argumentación. No es posible discutir sobre algo cuando se niegan los datos fácticos a partir de los cuales construimos nuestras opiniones, aunque luego estas se vean influenciadas por valores, emociones, intereses. Sin ese asidero, una realidad objetiva mínimamente consensuada, todo se abre a una sistemática manipulación y distorsión del mundo. Como decía H. Arendt, “la libertad de opinión es una farsa a menos que garantice la información factual”.
El lugar donde se está produciendo la hoy polarización política es el espacio público regulado por los medios de comunicación y las redes sociales. Ahí es donde resuenan, por tomar prestada una expresión de Hobbes, las “trompetas de guerra y sedición”. La lucha política, como acabamos de decir, ha devenido en una batalla diaria donde las armas han sido suplidas por las palabras. Pero palabras —y sigo con Hobbes— “que ya no tienen el significado que es el natural suyo, sino otro que proviene de la naturaleza, disposición e interés de quien habla”. Al argumento lo reemplaza la descalificación grosera, a la razón la graceja enmarcada en un tuit. Vamos a acabar dando la razón a Laclau y los posmodernos, todo es discurso. De ahí que la lucha por la hegemonía política se haya trasladado a una hegemonía por las definiciones. Se ataca menos a los contendientes políticos que a quienes supuestamente les proveen de argumentos o definen el mundo de forma contraria a la que creen que les favorece. A la prensa, por tanto, sobre todo a la que insiste en cumplir su función tradicional, que es vilipendiada casi con mayor fruición que el propio adversario político.
Esto no es nuevo. El mismo Hobbes lo llamaba la “guerra de las plumas”, equivalente a lo que hoy calificaríamos como la contienda de los intelectuales o de los escribientes, quienes crean realidad a través de sus intervenciones. La diferencia es que en estos momentos cualquiera puede entrar en esa disputa; cada móvil es un arma. Dicho en otros términos, “soberano es quien dispone de los shitstorms en la Red” (Byung-Chul Han). Pero ahí está el problema, nadie dispone de ellos; cada enjambre en la Red se mueve como si fueran divisiones de un nuevo ejército sin generales ni caudillos. Por eso es tan difícil disciplinar los temas de discusión y enhebrarlos en posiciones susceptibles de ser debatidas. Tampoco interesa. Cuanto mayor sea el griterío y la envoltura emocional, tanto menor será nuestra capacidad de someterlo mediante el fact-checking. O este se instrumentaliza mediante otros supuestos estudios “científicos” que ofrecen una visión de la realidad alternativa.
En este mar de palabras libres de una semántica clara navegan mejor, ¡cómo no!, las proclamas populistas, mezcla de emocionalidad y simpleza; y naufraga nuestra herencia ilustrada, que siempre propugnó la fuerza del mejor argumento. Gracias a ello Donald Trump se ha convertido en el primer presidente posverdad. O posfactual. Lo estremecedor es el precedente del Brexit, ocurrido en otro país anglosajón. Si los dos grandes países de más antigua tradición democrática caen en esta deriva, ¿qué no ocurrirá en los otros?
Es posible que los historiadores del futuro describan la caída de Occidente a partir del símil de la Torre de Babel. En cierto modo así es como Tucídides nos narra la decadencia de la Atenas democrática: perdimos el significado de las palabras, dejamos de aspirar al entendimiento mutuo y permitimos que los demagogos y retóricos de diverso pelaje subvirtieran sus significados para conseguir espurios fines políticos.
Desde una perspectiva más politológica se puede decir que esta guerra civil discursiva no surge de la nada. Claro que no. Una democracia no puede vivir sin que todo sea cuestionado y que la guerra por las definiciones no sea una de las formas en las que se traducen los conflictos de base social. Pero no creo que pueda reducirse a la simple confrontación entre élites y masas populares. Estas últimas son guiadas también por otras élites. Como bien sabía Lenin, el “buen pueblo” requiere ser dirigido por quienes se erigen en su vanguardia, y a eso aspira todo buen caudillo populista.
No, el problema está en la política misma, que ha caído en la mera administración de un poderoso sistema que ya apenas admite alternativa alguna. La frustración se convierte en resentimiento y este deriva en un rechazo primario a sus gestores habituales, los políticos de profesión. O buscamos otros, tecnocracia europea, minorías étnicas, medios de comunicación de referencia, refugiados o inmigrantes. O una mezcla de todo, como hizo Trump. Lo curioso es que esto no sirve ya para gestionar la política cotidiana una vez en el poder. Ahí vuelven a primar los imperativos sistémicos. Lo ha experimentado Tsipras, lo está viviendo Theresa May —Farage se quitó de en medio— y ahora le toca a Trump.
El problema es que por el camino dejan un paisaje de devastación moral y confrontación que abre nuevas fracturas sin ser capaz de cerrar las que les dieron origen. Añadimos fuego al fuego. Por eso no cabe otra salida que ofrecer un diagnóstico frío y desapasionado del mundo en que vivimos; organizar cuáles son las opciones que están a nuestra disposición y buscar formas de elegir las mejores mediante el entendimiento y la discusión. Esta es la fórmula auténticamente ilustrada. Carece de épica, pero nadie dijo que ese debía de ser uno de los rasgos de la política democrática. El fundamental es pensar que no hay un único mundo posible y que en nuestras manos está el decidir cómo queremos vivir. Pero para saberlo tendremos que poder entendernos, no negar las evidencias fácticas, tolerar a los disidentes en vez de demonizarlos o calificarlos de indignos desde posiciones de superioridad moral. Y “respetar” la opinión de cada cual. Sí, antes de que me lo recuerden los trolls, los viejos e imprescindibles valores de la democracia liberal.
Fernando Vallespín es catedrático de Ciencia Política.
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