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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Sagrada Familia, una catedral sin planos ni licencia

El maná del turismo permite encarar el final de las obras, pero el Ayuntamiento exige supervisión y que se paguen impuestos

Milagros Pérez Oliva
La Sagrada Familia de Barcelona, fotografiada desde el barrio de El Carmelo
La Sagrada Familia de Barcelona, fotografiada desde el barrio de El CarmeloCarles Ribas (EL PAÍS)

Unos la consideran una bendición, otros una “mona de Pascua”, pero nunca deja indiferente. La Sagrada Familia de Barcelona encara el final de su construcción, prevista para 2024, envuelta en la polémica, como no podía ser de otra manera. Gaudí concibió el proyecto como una continuación de la historia de las grandes catedrales, es decir, “como una expresión de fe, técnica, arte y voluntad del pueblo”, en palabras de los dos arquitectos que dirigen las obras. Y, efectivamente, algo de eso hay.

Para empezar, el templo llevaba camino de repetir la historia de algunas grandes catedrales medievales, que empezaron góticas y acabaron barrocas, tanto fue el tiempo que se demoró su construcción. Gaudí asumió el proyecto en 1883 pero cuando murió en 1926, atropellado por un tranvía, apenas había terminado una fachada, la cripta y el ábside de la nave central. Un siglo después de haberse iniciado, la financiación popular apenas permitía avanzar y los impulsores calculaban que necesitarían al menos otro siglo para terminarla. Hasta que, con los Juegos Olímpicos de 1992, llegó el maná del turismo y todo cambió.

Es también una construcción llena de anomalías. La primera es que Gaudí no dejó planos detallados, de modo que todo lo añadido es una interpretación de los bocetos que dejó. Pero la polémica sobre si debía o no continuarse, y si podría o no considerarse una obra genuina de Gaudí, ha quedado obsoleta por la vía de los hechos consumados. Se ha construido mucho más de lo que había y lo nuevo apenas deja apreciar la parte original, pero lo que ven los casi cuatro millones de visitantes que recibe al año es una obra del genial arquitecto. Los 25 millones de ingresos que dejan permiten encarar el final de las obras, incluida una aguja central de 170 metros que será el punto más alto de la ciudad, más que el hotel Arts (154) y que la torre Agbar (144).

Su imponente silueta se ha convertido en el símbolo de Barcelona, pero se ha construido, a efectos del Ayuntamiento, sin planos y sin licencia. Esa es la causa de la última polémica. El equipo de Ada Colau quiere que las obras se sometan, como todas las demás, a la supervisión municipal. Y que la Iglesia pague impuestos por ellas, como todos. Amparándose en la “singularidad del proyecto” y en un permiso tan antiguo que su emisor ya ni siquiera existe —el municipio de Sant Martí de Provençals, ahora un barrio de Barcelona— los promotores no han solicitado nunca permiso al Ayuntamiento ni este se lo ha exigido, de manera que se ha construido sobre un solar que todavía figura como “vacío”.

Y luego está la relación con el barrio, cada vez más problemática no solo por el impacto que tiene la concentración de turistas sino porque el final del proyecto original podría requerir la expropiación de 1.200 pisos y locales del entorno inmediato. La actitud del Patronato de la Sagrada Familia ha sido considerada como prepotente, pero parece que acaba de encontrar la horma de su zapato. Ahora tendrá que aportar planos, dar cuentas, consensuar y pagar impuestos. Como todos.

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