¿Por qué se ponen tan trágicos?
Mariano Rajoy se ha sentado a la puerta de La Moncloa esperando a que pasen los casos de corrupción, y los escándalos que azotan a su partido
Kenneth Clarke es un político conservador británico que hizo carrera con Margaret Thatcher y cuyas memorias, que acaban de aparecer en Londres, han merecido el siguiente juicio de un crítico local: “Es tan flexible como el más inaguantable burócrata soviético”. Sin embargo, Margaret Thatcher y The Daily Telegraph siempre apostaron por él, y si nunca consiguió el liderazgo de su partido, al que se presentó tres veces, fue gracias a que muchos de sus colegas le tenían calado. Estaban seguros de que si llegaba al poder no sería fácil sacarle de ahí y que los miraría con el mismo desdén que un aparatchick miraba a los pobres soldados en el desfile de la plaza Roja el Primero de Mayo.
Mariano Rajoy es seguramente más inteligente que Clarke y es posible que, si algún día se decide a escribir sus memorias, resulten más amenas. Pero con todo tiene un aire parecido a Clarke: hizo carrera porque, aunque nunca era el favorito, siempre contó con el apoyo del jefe, tiene un manifiesto desdén por algunos de sus colegas, mientras que mantiene contra viento y marea su fidelidad a quienes considera sus amigos, y está cerca de la figura correosa y difícilmente manejable de un burócrata soviético. Quienes crean que Rajoy cambiará de actitud en un gobierno en minoría deberían leer más memorias de este tipo de personajes.
La absoluta indiferencia con la que Rajoy recibe quejas, protestas y propuestas es asombrosa. Como presidente en funciones va a firmar el próximo día 25 el tratado de libre comercio entre Canadá y la Unión Europea (CETA), sin que haya existido el menor debate público y sin que nadie tenga (quizás ni él mismo) ni la más remota idea de qué se trata. Conviene recordar que el Tribunal Constitucional alemán ha autorizado a la señora Merkel a firmarlo, pero advirtiendo que no podrán entrar en vigor los artículos más polémicos sin autorización previa del Bundestag. Rajoy, por su lado, se ha negado a comparecer y ha obligado a todos sus ministros a rechazar el control del Parlamento no solo en este tema, sino en cualquier otro (algo sobre lo que algún día se pronunciará, es de suponer, el Tribunal Constitucional).
Con total impasibilidad, Rajoy ha estado dispuesto a nombrar a su amigo José Manuel Soria alto directivo en el Banco Mundial y ha enviado a su amiga Ana Mato, afectada por el caso Gürtel, como asesora en Bruselas. Mantiene sin inmutarse a Jorge Fernández como ministro del Interior, pese a tener constancia de que prepara operaciones policiales encubiertas contra potenciales adversarios políticos; observa cómo progresa en los tribunales la acusación de que su partido (dirigido por él mismo durante más de 20 años) se ha lucrado con comisiones y ha financiado ilegalmente campañas electorales, y en ningún momento ha albergado la menor intención de dar explicaciones. Se ha sentado a la puerta de La Moncloa y ha esperado a ver pasar el cadáver político de quien le calificó en público de “indecente”, muerto por compañericidio en la sede del PSOE y se ha dirigido a sus propios socios, Ciudadanos, como si fueran unos jóvenes molestos, totalmente prescindibles.
Es difícil creer que el mismo Rajoy que ha cultivado ese personaje, un político que contempla su entorno con fastidio, convencido de que basta su propia habilidad y su artificio para lograr todas sus metas, sea ahora capaz de convertirse en un flexible interlocutor que se adapta a una constante negociación parlamentaria. Más bien es de esperar que, si consigue renovar su mandato, le pregunte en tono asombrado al hemiciclo: “¿Por qué se ponen tan trágicos? ¿Acaso creen que soy el responsable de tantos desmanes?”.
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