De primera dama a primer caballero
EE UU nunca había estado tan cerca del hito de tener una mujer en la presidencia y del dilema de qué hacer con un hombre como 'primer caballero'
El mundo se puso en contra de Bill Clinton en enero de 1992. El que durante semanas había sido el favorito de los candidatos del partido demócrata a la carrera presidencial tuvo que ver cómo se desplomaba su popularidad, se cuestionaba su reputación y se devaluaba su puesto en las encuestas a pocos días del arranque de las primarias. Todo porque una exreportera televisiva, Gennifer Flowers, había dado a una revista del corazón todo tipo de detalles sobre la aventura extramatrimonial que ambos habían mantenido durante años. En un intento desesperado por salvar imagen y campaña, Clinton se sometió a una de las extensas entrevistas del programa de televisión 60 minutes junto a su mujer, Hillary. Y entonces ocurrió algo.
Hacia el final de la emisión, el periodista Steve Kroft comentó que le resultaba admirable que los Clinton siguieran juntos. Hillary se creció. “No estoy aquí pegada a mi hombre como si fuera Tammy Wynette”, recalcó, claramente encendida, en referencia a la llamada Primera Dama del country y su himno Stand by your man (Pégate a tu hombre). “Estoy aquí porque le quiero y le respeto y tengo en cuenta por lo que ha pasado. Y si eso a la gente no le parece suficiente, pues, demonios, que no le voten”. Los medios se abalanzaron sobre ella.
Unos sentenciaron que Hillary había alienado a todas las amas de casa del país. (Otros, que había alienado a los fans del country, lo que era aún peor). El columnista conservador William Safire tildó en The New York Times la intervención de pifia. “Ambos Clinton tienen que resolver el problema que supone Hillary”, escribió. Tres días después, Bill Clinton salió de las primarias de Nuevo Hampshire en un potentísimo segundo puesto y con el camino allanado para la victoria. El mérito recayó, entonces y aún ahora, sobre Hillary. Acababa de renacer un futuro presidente de Estados Unidos. Pero, sobre todo, acababa de nacer una nueva forma de ser primera dama.
El primer hombre en el puesto de la primera dama
“Es lo que tiene el puesto de consorte político, que es maleable. Actúa como reflejo de lo que ocurre en la sociedad”, aduce Anita McBride, jefa de gabinete de Laura Bush en los noventa y hoy directora de varios cursos sobre el legado de las primeras damas estadounidenses en la Universidad Americana de Washington D. C. Pero aún con toda esa historia de flexibilidad, el puesto nunca ha acometido un cambio tan esencial como el que se le podría avecinar este año: ser ocupado por un hombre. En 2016, la candidata favorita del partido demócrata para la carrera presidencial es Hillary Clinton; Bill, el esposo político que debe ejercer de apoyo sin entrometerse.
De ganar las elecciones, EE UU se enfrentaría a una buena serie de incógnitas protocolarias. ¿Cómo llamar oficialmente a este primer caballero? La respuesta más concreta es una broma hecha por Bill Clinton, que pidió que se refirieran a él como Adán, el primer hombre. ¿Dónde va a trabajar? Hillary hizo historia en los noventa al instalarse una oficina en el ala oeste y demostrar que un esposo político vale para algo más que salir en las fotos y cuidar la residencia.
Pero, según el credo más heteropatriarcal, un expresidente varón está obligado a tener más cautela al acercarse al centro de poder. Si no, se considera que podría estar eclipsando o, para las mentes aún más cavernarias, manipulando a su mujer. Y por encima de todo esto, queda por resolver lo que el propio Clinton le comentó a la presentadora Oprah Winfrey cuando acudió a su programa durante la campaña presidencial de Hillary en 2008: “Lo que me llamen no me preocupa tanto como lo que me pidan que haga”.
En EE UU, el de primera dama es un trabajo más marcado por las expectativas que por las obligaciones y lo que se espera históricamente de ella es que sea, ante todo, madre y esposa. Todas las primeras damas desde 1992 han tenido que enviar recetas personalizadas a la competición anual de horneado de galletas de la revista Family Circle. Incluida Michelle Obama, que no cocina y que antes de mudarse a la Casa Blanca era el principal sostén económico de su familia.
La tímida llegada de las mujeres al poder estadounidense está poniendo de relieve lo caduco, cuando no inútil, de una perspectiva tan sexista. En la actualidad existen, en la esfera inmediatamente inferior, seis gobernadoras. Todas casadas y en familias repartidas por todo el país. Tres son republicanas y tres, demócratas.
De sus maridos, sólo la mitad (los de Nuevo Hampshire, Oklahoma y Carolina del Sur) dedica tiempo a la tarea más típica de una primera dama: atender la mansión oficial. Chuck Franco, primer caballero de Nuevo México, está retirado y se dedica a cuidar la vivienda personal del matrimonio, pero no la oficial. Quien se ha entregado al papel de amo de casa de forma más pública es Wade Christensen, en Oklahoma: ha publicado un libro de recetas, Getting grilled (A la parrilla), no como el abogado que es, sino como primer caballero. En lugar de recetas de galletas, en la portada aparece él con una bandeja llena de carne.
Entre estos dos extremos se encuentra Andy Moffit, marido de la gobernadora de Rhode Island y empleado en una de las consultoras más grandes del país. Al hablar con The Washington Post, resumió así la situación: “Lo mejor de que nadie haya pensado en esto es que no hay expectativas concretas. Es bastante liberador”. Continúa trabajando a jornada completa.
El resto del mundo ya ha resuelto este debate
El empresario Denis Thatcher también trabajó cada uno de los 11 años en los que su mujer, Margaret, ejerció de primera ministra de Reino Unido. Es más, en la biografía autorizada de Thatcher, este millonario aparece en contadas ocasiones, generalmente sólo para interrumpir reuniones nocturnas y mandar a la primera ministra a dormir al grito de: “Bed, woman!” (¡Mujer, cama!). Pero también se forjó un legado en la intimidad, leyendo para Margaret las hojas de balances que a ella se le atragantaban y aconsejándole en cuestiones de economía.
En Australia, Julia Gillard, primera ministra entre 2010 y 2013, tenía una estrategia de relaciones públicas en los pasillos del parlamento: su novio, Tim Mathieson, un peluquero risueño que trababa amistad y cortaba el pelo a políticos de todas las facciones. Cuando alguien necesitaba un retoque antes de una intervención pública, Mathieson aparecía para dárselo.
Liberados de las presiones que tradicionalmente se han volcado sobre las mujeres, los primeros caballeros del resto del mundo han tenido la oportunidad de reinventar el rol del esposo político. Algunos han pasado de complemento a cómplice en lo privado, como Thatcher. Otros, de accesorio a figura accesible en lo público, como Mathieson.
Bill Clinton sería el primero en aunar esas dos características: el profesional con experiencia para asesorar a su cónyuge y, a la vez, el primer modelo público de varón que convive con una mujer más poderosa que él. La propia Hillary parece estar defendiendo estas dos facciones.
El mes pasado, en un mitin en Kentucky, proclamó: “¡Le he dicho a mi marido que tiene que despertarse y arreglar la economía!”, vendiendo lo útil que podría resultar Bill como primer caballero. Y en diciembre, en un debate, predijo que ella seguiría “eligiendo las flores y la vajilla para cada cena de estado” y que Bill iría “en misiones especiales”. Así, ella se cargaba ciertas funciones de primera dama para evitar que los medios de comunicación más reaccionarios no digan que Bill está sometido. Pero también recordaba que ella es la que manda.
Los beneficios de un consorte de tal dimensión mediática son incalculables. En 2011, Dan Mulhern, esposo de la entonces gobernadora de Michigan, publicó en la revista Newsweek una carta abierta en la que le explicaba a su hijo lo inseguro que se sintió cuando su mujer logró el puesto y él se quedó “de líder de casa”.
Lamentaba no haber tenido un precedente en quien fijarse para saber si había decidido lo mejor. “Me sentí vulnerable, pensando en lo que significaba ser un hombre”, decía. “Y no fue el fin de mi masculinidad. Fue un comienzo mágico”.
En marzo, Michigan se puso en contra de Hillary Clinton: el Estado prefirió a su rival, Bernie Sanders. Bill Clinton no citó a ningún cantante de country pero sí prestó ayuda a Hillary con sus mensajes sobre economía. A la semana siguiente, fue la ganadora en Ohio. Tal vez acababa de nacer una nueva forma de ser esposo político.
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