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Tribuna
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Contra la corrupción, más igualdad

Es habitual que la introducción de medidas anticorrupción en un área desplace las actividades ilícitas a otras donde las oportunidades siguen intactas. ¿Qué se puede hacer? Combatir la desigualdad, la exclusión y la desestructuración social

RAQUEL MARIN

De un tiempo a esta parte, es común escuchar chistes a cuenta de los beneficios que reporta la corrupción al PP. Saben aquel que diu que “faltó un escándalo de corrupción más para que el PP se hiciera con la mayoría absoluta y por eso anhelan ir a terceras elecciones”. Durante años mucha gente se llevó las manos a la cabeza tratando de explicarse como lograba el PP reeditar sus triunfos electorales en la Comunidad Valenciana, a pesar de la evidencia palmaria de que las prácticas corruptas estaban extendidas en el Gobierno autonómico. La investigación académica robusta nos muestra que, durante la etapa de expansión económica, los españoles se mostraron dispuestos a condonar actividades ilícitas de sus representantes, reeligiendo, por ejemplo, a muchos alcaldes encausados.

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Frente a esa realidad se levantan voces que reclaman reformas institucionales que prevengan la corrupción y permitan castigarla rápida y ejemplarmente, cuando se detecta, para disuadir a futuros aventureros. Es lo que se conoce en la literatura académica como planteamientos institucionalistas. Los institucionalistas están convencidos de que pequeños arreglos institucionales —aquí un zurcido, allá un remiendo— pueden corregir el fenómeno, o al menos mejorar sustancialmente la situación de partida.

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Los planteamientos institucionalistas se han hecho muy populares en nuestro país. Los programas de los distintos partidos se han llenado de propuestas para evitar puertas giratorias, controlar la capacidad gubernamental para indultar, expulsar de la vida política a imputados, eliminar aforamientos, suprimir instituciones que puedan ser un criadero de redes clientelares o crear nuevas agencias de supervisión. Las medidas se convierten en un sine qua non para pactar, complicando la formación de nuevos Gobiernos. Cualquier reticencia a adoptar estas medidas es fustigada con el reproche de que falta voluntad política, cuando no con la acusación de complicidad con la pervivencia de la corrupción. Los compromisos de lucha contra la corrupción son aupados al primer lugar en el orden de prioridades, muchas veces a costa de otros asuntos, impregnando el ambiente de empalagosa moralina.

Desafortunadamente, la realidad es terca. Es muy difícil extirpar la corrupción. La evidencia comparada presenta pocos casos de éxito. El mejor predictor del nivel de corrupción de un país es su nivel de corrupción unos años antes, incluso varias décadas atrás. Son escasos los países que han transitado rápidamente desde una situación con altos niveles de corrupción a otra con niveles reducidos, y los pocos que lo han hecho (Hong Kong y Singapur) eran regímenes autoritarios que han empleado medidas draconianas, difícilmente admisibles en un contexto democrático. Las situaciones de corrupción endémica son auténticas cárceles, que mantienen a países atrapados en equilibrios subóptimos. Lanzar un paquete de iniciativas aisladas suele ser infructuoso, mientras que abordar un programa ambicioso y coherente de reformas exige enormes dosis de ambición y capacidad, que resulta muy difícil recabar en sociedades plurales y reflexivas, atravesadas por fracturas sociales y diferencias de criterio respecto a lo que conviene hacer.

Lanzar iniciativas aisladas suele ser infructuoso y las reformas ambiciosas son difíciles de acordar

Como señala el politólogo sueco Bo Rothstein, uno de los mayores especialistas en el campo, es habitual que la introducción de medidas anticorrupción en un área desplace las actividades ilícitas a otras donde las oportunidades siguen intactas mientras no se generalice la convicción colectiva de que las prácticas corruptas resultan inviables en toda la sociedad. Dar ese salto exige mucho más que un conjunto de promotores con una capacidad de maniobra limitada para desarrollar las medidas necesarias y una capacidad cognitiva parcial para anticipar los efectos de las iniciativas que sí pueden promover.

¿Debemos resignarnos pues a que la situación no pueda cambiar? Ni mucho menos. Como señala la investigación internacional más acreditada, podemos luchar contra la corrupción combatiendo la desigualdad, la exclusión y la desestructuración social. La corrupción suele ser el resultado final de un proceso que comienza varios estadios antes, en lo que se conoce como una trampa de la desigualdad (expresión de Eric Uslaner). Las sociedades con elevado grado de corrupción suelen encontrarse atrapadas en un círculo vicioso, donde la desigualdad alimenta percepciones de desconfianza en los conciudadanos (desconfianza generalizada) en combinación con altas dosis de confianza particularista (tendencia a favorecer a personas del círculo próximo o familiar). En un mundo desigual, las personas asumen que no pueden progresar gracias a su talento y esfuerzo, y perciben la corrupción como algo inevitable. Aunque se sientan incomodadas por su existencia, se avienen a aceptarla y participar en ella para salir adelante. En un contexto adverso, no renuncian a comportarse de forma deshonesta si se presenta una oportunidad de obtener ayudas, de colocar a sus hijos en los mejores colegios públicos o de enriquecerse. Se mostrarán dispuestas a comprar favores, torcer voluntades o buscar la protección o el apoyo de poderosos. La agregación de estos comportamientos engendra dependencias de la senda (path dependencies), de las que resulta complicado apartarse. Es más, la propia corrupción refuerza, a su vez, la desigualdad, al otorgar ventajas a quienes ya parten de una posición de privilegio relativo.

La mejor receta son las políticas que favorecen la inclusión y la igualdad de oportunidades

Reducir la desigualdad libera a las personas más vulnerables de dependencias, y las empodera frente a los agentes poderosos que se benefician del statu quo corrupto. Escapar a la trampa de la desigualdad no es imposible, pero requiere tiempo. Los países que lo han logrado —los menos corruptos en el mundo— han acompañado reformas institucionales orientadas a combatir la corrupción con políticas de bienestar universalistas e inclusivas, que han convencido a la ciudadanía de que los equilibrios sociales fundamentados en la prevalencia de prácticas corruptas eran subóptimos, alimentando la confianza interpersonal generalizada, el valor de la honestidad y el optimismo respecto a las posibilidades de progreso. La mejor receta contra la corrupción son las políticas que favorecen la inclusión y la igualdad de oportunidades. Es la receta que, en unas cuantas décadas, ha convertido a los países nórdicos en los menos corruptos del mundo.

Acojamos pues con cautela las promesas de profetas que nos anuncian la posibilidad de erradicar la corrupción con un puñado de reformas institucionales, regalando los oídos a la ciudadanía indignada. Nos enfrentamos a lo que los anglosajones llaman un fenómeno social “pegajoso” (sticky). Hasta que no lo reconozcamos como tal, malgastaremos tiempo y energía en un empeño infructuoso mientras desatendemos el asunto más perentorio de la desigualdad. Y con ello, sin darnos cuenta, estaremos malogrando además la posibilidad de avanzar realmente en la lucha contra la corrupción.

Pau Marí-Klose es profesor de Sociología de la Universidad de Zaragoza.

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