Retrato de un maltratador
Él se cree único pero se parece a todos los de su especie. Aunque no sea consciente, comparte con los de su tribu caracteres similares. Son como una especie de cofradía que, pese a la lucha de tantos y sobre todo de tantas, parece no dejar de crecer. No necesitan carnets ni número de identificación. Les basta mirarse a los ojos para reconocerse. Su error, sin embargo, radica en pensar que son invisibles ante lo demás. Una estrategia que afortunadamente cada día que pasa es más quebradiza. Poco a poco algunos empezamos a descubrirlos entre las multitudes. Ya solo nos falta señalarlos con el dedo y ponerles un sambenito. Como primer paso para una condena que acabe erradicándolos de la faz de la tierra. Para ello, habrá que empezar por ir derribando, una a una, sus estrategias de seducción.
El maltratador seduce a su víctima para que crea que es el único y mejor hombre del mundo. La lleva a su terreno, la aparta de los demás y le hace creer que en nombre del amor ese encierro es lo más deseable. Ella, educada durante siglos en la idea de que la mayor felicidad posible consiste en ser conquistada, como si en vez de un ser humano fuera un territorio, se deja llevar drogada por un perfume que al principio le recuerda a un sueño húmedo. Él, que suele ser un tipo mediocre e inseguro, aunque presuma ante los demás de tenerlos bien puestos, siente que ella forma parte de sus propiedades y así cuidará de que nada ni nadie pretenda arrebatársela. Por eso, cualquier gesto de un tercero, por pequeño que sea, lo interpretará como una ofensiva. Él reaccionará como si fuera uno de esos caballeros románticos que lo resolvían todo en un duelo. En este siglo, sin embargo, el duelo se juega en las estancias privadas y la espada acaba siempre hundiéndose en la carne de ella. El honor solo se restaura para el caballero si ella claudica, por las buenas o por las malas, con látigo o sin él. En el mejor de los casos ella sobrevivirá y él sentirá como sus cojones se elevan a la enésima potencia. Huevos de oro. Paseíllo para el matador.
El maltratador apenas tiene vida propia más allá de la que le confirman sus dominios. Cualquier colega, o vecino, o amigo, o simplemente conocido, le parecerá siempre más triunfador y seguro que él mismo. Siempre andará comparándose y cada mañana, ante el espejo, huirá del rostro amargado que refleja su condición más íntima. Como son tan pocos los triunfos de los que puede vanagloriarse, alzará la voz, desconfiará hasta de su sombra y marcará con fuego un cerco para proteger sus posesiones. Como un lobo. El maltratador suele ser tan iluso que piensa que todo lo que él no puede ser es posible suplirlo teniendo. Equivoca pues el orden de los factores y conjuga erróneamente los verbos. Es muy pequeño pero gracias a ella, a la que acaba convirtiendo en un apéndice sin voz, se verá enorme. Ese será el espejo en el que querrá mirarse un día sí y otro también.
Ella, mientras tanto, irá cerrando ventanas, bloqueando en el móvil contactos que a él no le gustan (“seguro que te los follas a todos”, le dirá él en unos de sus arrebatos de celos), aislándose de las que siempre estuvieron a su lado, desoyendo las voces cercanas que poco pueden hacer por abrirle los ojos. Hará una y mil veces las maletas, a veces solo con la imaginación, mientras llora encerrada en el baño después de una de las broncas tan habituales, pero volverá a deshacerlas, una y mil veces. Como si en ese juego de Penélope entretuviera el tiempo. “Ya cambiará, no es malo, el problema es que se pone muy nervioso, cuando bebe no es él, necesita tratamiento”. Ella cree que su verdugo es un enfermo y que una receta lo sanará. Él piensa que ella está loca de amor, o sea, enferma, y que solo sus guantadas sin manos la mantendrán viva.
“Él nunca me ha puesto la mano encima”, dirá ella justificando ante los demás que el maltratador nunca ha llegado al extremo de salir en los periódicos. Las perversas enredaderas del amor harán que ella convierta los insultos en caricias y los gritos en una equivocación merecedora de perdón y enmienda. “Aguanta hija, aguanta, que los hombres son así”. Ella, que siempre fue la más valiente del grupo, acabará convertida en una silenciosa criatura, como una de esos insectos que siempre van esquivando a los humanos por temor a ser sacudidos de un manotazo. “Dios te salve María, llena eres de gracia”.
Mientras que él ve como aumentan la talla de sus calzoncillos, y exhibe su gloria subido en una moto que le hace sentir más tío, ella cada día tiene los ojos más tristes, el cuerpo más delgado, la piel con más sombras. No se ve en su rostro ningún moratón - “él nunca me ha puesto la mano encima” – pero es fácil adivinar bajo la camiseta las heridas que no se ven. Las que van tirando de ella hacia abajo, haciéndola cada día más menuda, mientras que él, jamón/jamón, entra el bar con la sonrisa propia de un anuncio de desodorante de macho. Los vecinos lo mirarán con envidia, las vecinas caerán rendidas a su pies - “era un hombre normal, educado, simpático, buena gente” – y hasta puede que el AMPA del colegio lo elija para un cargo. Él que nunca tuvo presencia pública, más allá de la que le otorgaba la velocidad de su coche o la que lució torpe el día de su boda, se sentirá entonces confirmado en su hombría. El padre amoroso con los niños y el cuñado simpático en las fiestas. Sobresaliente.
Ella, que ha olvidado sus trajes de fiesta y que ya nunca lleva pintalabios en el bolso, seguirá creyendo que vive un cuento de hadas con tropezones. Se sentirá incluso culpable, rezará a la Virgen de su niñez para que le ayude a resistir el mal trago, llorará enamorada cuando él vuelva a regalarle flores después de haber desconectado el wifi. “Quien quiera hablar contigo que llame a mi teléfono”. La víctima, que seguirá limpiando el wáter donde él orina y planchando sus camisas para que no haya ninguna arruga visible, creerá vivir en una nube. En vez de saberse domesticada, pensará que es el precio a pagar por ser una pretty woman. Y todo para que él se crea, aunque solo sea por unos instantes, un fiel reflejo de Richard Gere. Él, que siempre fue tan poca cosa, tan inculto, tan poco inteligente, y que solo se hacía el gracioso después de haberse tomado un par de copas. “Él no bebe, una cerveza de vez en cuando y nada más”. El santo varón, la perfecta casada.
La amiga de la maltratada, la hermana, la vecina, saben y callan. Como mucho, le piden a Jesús del Gran Poder que al maltratador un día no se le inflen los cojones y haga del rostro de ella un sudario. La familia, que mira y que no dice nada, seguirá acudiendo a las fiestas de guardar y todos tan contentos. El orden, la paz, la armonía. Una foto de los dos juntos en el Instagram o en el Facebook demostrará que son la pareja perfecta. Love actually. Besos, ternura, qué derroche de amor, cuánta locura. Y él cada vez más grande, y ella cada vez más pequeña. Un candado en el puente como símbolo de su pasión. Aplausos para Federico Moccia y perdices tristes al final del cuento. The end.
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