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El acento
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ‘burkini fashion’ no es bienvenida

El bañador islámico puede ser engorroso, espantoso, caluroso, escasamente práctico y convierte el cuerpo en un dudoso objeto de ocultación, pero no es terrorista

Berna González Harbour
Una joven musulmana en burkini al borde de una piscina en Westbad en Friburgo.
Una joven musulmana en burkini al borde de una piscina en Westbad en Friburgo.Rolf Haid/AP

En algunos Ayuntamientos se debate sobre playas para perros y piscinas para nudistas en días determinados, en una legítima ambición por incorporar realidades del presente a los marcos legales del pasado. Apertura y tolerancia es el motor. Conciliar respeto a la tradición y también a la renovación, la fórmula.

En otros, sin embargo, el debate es la intolerancia.

El Ayuntamiento de Cannes ha prohibido el burkini en sus playas y cuenta ya con el aval de un tribunal de Niza que este sábado ha dado la razón al alcalde al considerar que en el contexto de “estado de excepción y de los recientes atentados islamistas” en Francia puede “crear o exacerbar las tensiones”.

Llevar burkini puede ser engorroso, espantoso, caluroso, escasamente práctico y convierte el cuerpo en un dudoso objeto de ocultación, chocante para muchos en una sociedad occidental del siglo XXI. Pero quien quiera llevarlo debe ser tan libre de hacerlo como las monjas la toca o los niños blanquecinos del norte de Europa sus trajes de neopreno o camisetas y gorras para protegerse del sol. Si es un problema de higiene, como argumenta también el alcalde, procedería tal vez analizar la prohibición de trajes, gafas de buceo y camisetas térmicas para frioleros. Y si es un problema religioso, con el burkini deberían caer también kipás, turbantes y crucifijos.

Pero no es higiénico ni religioso, sino de intolerancia hacia una prenda que el alcalde ha considerado un “símbolo de extremismo religioso”, como han alertado las asociaciones contra islamofobia.

El terrible atentado islamista cometido con un camión que fue atropellando a decenas de personas en la Fiesta Nacional en Niza desborda cualquier capacidad de asombro ante la barbarie. El peligro ya no está en las mezquitas radicales, en los cinturones de explosivos ni en las mochilas bomba y otros iconos clásicos del terror. Como los aviones se convirtieron el 11-S en armas de destrucción masiva, esta vez fue un camión, y difícilmente puede una sociedad prever y controlar cuál puede ser el próximo peligro de una cadena que rompe todos los límites.

Es comprensible, por tanto, el pavor de la población y la cautela de las autoridades, que han suspendido varias fiestas este verano por miedo a nuevos atentados. Pero de la precaución y los recursos necesarios en la lucha antiterrorista hasta la intolerancia irracional hay un salto que Francia no debe dar. De las bombas al camión o al cuchillo que empleó un terrorista en una iglesia para degollar a un sacerdote; de la masacre de Charlie Hebdo a la de Bataclan o Niza hubo un camino que no pasa precisamente por un bañador. Y un burkini es al fin y al cabo eso: un (suponemos) incómodo, pero simple bañador. Los signos religiosos están prohibidos en escuelas y en el funcionariado de una Francia laica que admiramos. Pero en nombre de la igualdad, la fraternidad y la libertad, dejen las playas libres de esa batalla, por favor.

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Sobre la firma

Berna González Harbour
Presenta ¿Qué estás leyendo?, el podcast de libros de EL PAÍS. Escribe en Cultura y en Babelia. Es columnista en Opinión y analista de ‘Hoy por Hoy’. Ha sido enviada en zonas en conflicto, corresponsal en Moscú y subdirectora en varias áreas. Premio Dashiell Hammett por 'El sueño de la razón', su último libro es ‘Goya en el país de los garrotazos’.

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