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Tribuna
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Peor es mascar la hucha

Hay que adecuar las pensiones a los cambios sociales, como el aumento de la esperanza de vida

Elisa Chuliá
Pensionistas protestan en Barcelona por la pérdida de poder adquisitivo
Pensionistas protestan en Barcelona por la pérdida de poder adquisitivoCarles Ribas

La sostenibilidad financiera de un sistema público de pensiones basado en el método de reparto no depende de la dotación de su fondo de reserva, ni siquiera de la existencia de un fondo semejante. La mayor parte de los sistemas de Seguridad Social europeos —incluyendo el alemán, el holandés y el austriaco— carece de fondos de reserva. ¿Debemos preocuparnos por la reducción de la “hucha de las pensiones” (desde los casi 67.000 millones que alcanzó en 2011 a los aproximadamente 25.000 que quedan hoy) y su posible vaciamiento en un par de años?

Sin duda, pero no porque esa evolución anticipe la bancarrota de las pensiones públicas, sino porque pone de relieve una realidad sobre la que muchos expertos vienen advirtiendo hace años: el gasto en pensiones contributivas está sometido a una benéfica fuerza demográfica (la creciente longevidad) que lo empuja al alza casi mecánicamente y de forma estructural, con consecuencias importantes sobre el volumen del gasto social y su distribución entre las generaciones.

La crisis ha permitido visualizar mejor las problemáticas consecuencias de esta realidad. Por una parte, los acuerdos europeos de consolidación fiscal impulsados desde 2010 han acentuado los riesgos políticos y económicos de incurrir en déficit público. Por otra, el deterioro de la situación económica de la población joven respecto a la jubilada ha evidenciado el sesgo de nuestro sistema de protección social hacia los mayores y el comparativamente escaso apoyo público que reciben quienes participan en la actividad laboral y están en la fase de crear o desarrollar sus familias.

El déficit creciente de la Seguridad Social habría resultado menos abultado si la rebaja de cotizaciones para incentivar el empleo se hubieran cubierto mediante impuestos,

El fondo de reserva de la Seguridad Social, dotado con los excedentes de los ingresos contributivos generados desde el año 2000, no se creó para cubrir un déficit elevado y persistente, sino desviaciones que no superaran el 3% de la suma del gasto en pensiones y en su gestión. Así quedó establecido en 2003, si bien en 2012 el gobierno decretó la suspensión de ese límite hasta 2014, prolongándola después hasta 2016.

Claro es que el déficit creciente de la Seguridad Social —que en 2015 se aproximó a 17.000 millones y en 2016 podría aumentar— habría resultado menos abultado si las reducciones de cotizaciones sociales para incentivar el empleo se hubieran cubierto mediante impuestos, pero lo razonable no siempre es factible en un contexto de estricto control de las cuentas públicas. También es cierto que el ejecutivo podría haberse ajustado a ese límite del 3%, renunciando a financiar el déficit de caja de la Seguridad Social mediante el fondo de reserva y recurriendo a dotaciones presupuestarias o, de haber sido viable, a incrementos de deuda. Sin embargo, ello no habría resultado ni más legítimo ni más tranquilizante y, seguramente, habría redundado en un (nuevo) disimulo de la dura realidad que Bruselas tampoco habría admitido.

El fuerte descenso del fondo de reserva ha generado un raro consenso político y mediático sobre la urgente necesidad de adoptar decisiones que resuelvan el problema de financiación de las pensiones. La apuesta políticamente más sencilla, consistente en ampliar los ingresos de la Seguridad Social a través de alguna fórmula impositiva, vulneraría a la postre el principio de separación de las fuentes de financiación según el cual los gastos no contributivos deben sufragarse mediante impuestos generales, y los contributivos, mediante cotizaciones (un principio que, conviene recordarlo, constituye la primera recomendación del mítico Pacto de Toledo). Pero limitarse a esta “huida hacia delante” sería hoy una grave irresponsabilidad porque volvería a posponer la discusión de un hecho cierto e inexorable: la necesidad de adecuar mejor nuestro sistema de pensiones (no sólo de jubilación, sino también de viudedad) a los cambios sociales que verosímilmente se reforzarán en las próximas décadas, en particular, el aumento de la esperanza de vida (ya contemplado en la reforma de 2013), la creciente participación laboral de las mujeres y la transformación familiar.

“Peor es mascar la hucha”, se decía antiguamente para indicar que siempre cabe empeorar una mala situación económica. No veamos en el vaciamiento de la hucha de las pensiones una condena a mascarla, sino una oportunidad para actualizar la estructura de las prestaciones a través de un programa consensuado de actuaciones a corto y medio-largo plazo que fortalezcan la solvencia financiera y la equidad intra e intergeneracional de ese gran invento llamado Seguridad Social.

Elisa Chuliá es profesora de Sociología en la UNED y miembro del foro de expertos del Instituto BBVA de Pensiones.

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