Julio
En la situación a la que nos han llevado las elecciones del 26-J, las consecuencias de la amnesia institucional consagrada por la Transición se hacen muy evidentes
El lunes pasado se cumplieron 80 años del golpe de Estado de 1936 y no quise conmemorar un aniversario tan siniestro. Prefiero celebrar hoy, con retraso, el 19 de julio, la respuesta del pueblo español a los golpistas, la decisión de resistir, en defensa de la República y la democracia, que convirtió a nuestros antepasados en los únicos europeos que tomaron las armas contra el fascismo. Ese es el aniversario que debería recordar con orgullo el Estado español desde hace décadas, un aniversario equivalente a los que celebran otras democracias europeas desde 1945. En la situación a la que nos han llevado las elecciones del 26-J, las consecuencias de la amnesia institucional consagrada por la Transición se hacen muy evidentes. Las ambigüedades de un proceso que pretendió construir una democracia madura desde la nada, confiándolo todo a la autocomplacencia y la soberbia de unos cuantos autoproclamados padres de la Patria, son responsables de que en nuestro país no existan las virtudes públicas. Cultivar la ética y la responsabilidad de los políticos es muy difícil en un Estado que nunca se ha atrevido a romper expresamente sus vínculos con la sangrienta dictadura a la que sucedió. Así, los corruptos permanecen en el poder, todo se compra y se vende, los escándalos se sofocan, las culpabilidades se diluyen y los españoles somos expertos en andar de puntillas, sin levantar jamás las alfombras para mirar qué hay debajo. Podríamos haber tenido un país mejor. Habrá quien diga que tenemos el que nos merecemos, pero no es cierto, porque las cosas nunca pasan porque sí, ni en 1936 ni en 2016. Me habría gustado despedirme hasta septiembre con una columna más agradable, pero termino ésta deseándoles el mejor verano.
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