¿Puede una renta básica universal ayudar a los países pobres?
En el mundo en desarrollo, el ingreso básico podría ofrecer una alternativa asequible a los programas de asistencia social ineficaces y difíciles de manejar
La vieja idea de reestructurar el estado del bienestar con una renta básica universal incondicional últimamente ha despertado interés en todo el espectro político. Desde la izquierda se la considera como un antídoto simple y potencialmente integral para la pobreza. Desde la derecha se percibe como una forma de demoler complejas burocracias de asistencia social y reconocer simultáneamente la necesidad de ciertas transferencias sociales de una manera que no debilite significativamente los incentivos. También brinda cierta garantía ante el temido futuro en que los robots puedan reemplazar a los trabajadores en muchos sectores. Pero, ¿puede realmente llegar a funcionar?
Hasta el momento, la pregunta ha sido considerada principalmente en países avanzados y los números no parecen prometedores. Aunque —según se informa— Canadá, Finlandia y los Países Bajos están considerando actualmente la idea del ingreso básico, algunos economistas prominentes de países avanzados advierten que es algo ostensiblemente prohibitivo. En Estados Unidos, por ejemplo, entregar 10 000 dólares al año a cada adulto —una cifra inferior al umbral oficial de la pobreza para un hogar unipersonal— agotaría casi todos los ingresos fiscales federales del sistema actual. Tal vez haya sido ese tipo de aritmética el que llevó a los votantes suizos a rechazar abrumadoramente la idea en un referendo a principios de este mes.
¿Pero qué hay de los países con ingresos bajos o medios? De hecho, una renta básica bien puede ser fiscalmente posible —por no hablar de socialmente deseable— en lugares donde el umbral de la pobreza es bajo y las redes de seguridad social existentes son débiles y cuya administración representa una carga considerable.
Consideremos a la India, donde aproximadamente un quinto de la población vive por debajo de la línea oficial de la pobreza, que en sí es muy baja. Aunque los ciudadanos con tarjetas llamadas "bajo la línea de pobreza" son elegibles para recibir asistencia gubernamental, los estudios muestran que aproximadamente la mitad de los pobres no cuentan con ellas y que cerca de un tercio de quienes no son pobres sí las tienen.
Muchos otros países en desarrollo se enfrentan a problemas similares, donde los beneficios destinados a los pobres son asignados a personas en mejor situación y muchos de los destinatarios no los reciben debido a una combinación de connivencia política y administrativa y verdaderos desafíos estructurales. Evaluar los recursos económicos de la gente para saber si tienen derecho a las prestaciones puede ser muy difícil en un entorno donde el trabajo se concentra en el sector informal, principalmente en el autoempleo, sin contabilidad formal ni datos sobre los ingresos. En estas circunstancias, identificar a los pobres puede resultar costoso, corrupto, complicado y controvertido.
Una renta básica incondicional podría eliminar gran parte de este problema. La pregunta es si los Gobiernos pueden afrontarlo sin aumentar la carga sobre los contribuyentes ni socavar los incentivos económicos.
Lo que los Gobiernos no deben hacer es financiar un esquema de ingresos básicos con el dinero de otros programas clave de asistencia social
En la India, la respuesta puede ser afirmativa. Si cada uno de sus 1250 millones de ciudadanos recibiera un ingreso básico anual de 10.000 rupias (149 dólares) —aproximadamente tres cuartos del umbral de pobreza oficial— el pago total representaría aproximadamente el 10 % del PIB. El Instituto Nacional de Finanzas y Políticas Públicas de Delhi estima que todos los años el Gobierno indio reparte mucho más que eso en subsidios implícitos o explícitos para mejorar a sectores de la población, sin mencionar las exenciones impositivas al sector corporativo. Si se descontinúan algunos o todos estos subsidios —que, por supuesto, no incluyen gastos en áreas como salud, educación, nutrición, programas de desarrollo rural y urbano, y protección ambiental— el gobierno podría obtener los fondos para ofrecer a todos, ricos y pobres, un ingreso básico razonable.
Si el Gobierno carece del coraje político para eliminar suficientes subsidios, quedan dos opciones. Podría tomar medidas para aumentar los ingresos fiscales, como mejorar la recaudación del impuesto inmobiliario (que actualmente es extremadamente baja), o reducir el nivel del ingreso básico que introduzca.
Lo que los Gobiernos no deben hacer es financiar un esquema de ingresos básicos con el dinero de otros programas clave de asistencia social. Aunque la renta básica pueda reemplazar algún gasto atrozmente disfuncional de la seguridad social, no puede sustituir, digamos, a los programas de educación pública, cuidado de la salud, nutrición preescolar o garantía de empleo en la obra pública. Después de todo, el ingreso básico aún estaría gravemente limitado y no hay forma de garantizar que las personas asignen una parte suficiente de él para lograr niveles socialmente deseables de educación, salud o nutrición.
Si se tienen en cuenta estas limitaciones, hay pocos motivos para creer que un programa de rentas básicas no funcionaría en los países en desarrollo. De hecho, los argumentos más frecuentes que se escuchan contra este tipo de esquemas distan de ser convincentes.
El principal inconveniente, según los críticos, es que el ingreso básico debilitaría la motivación para trabajar, especialmente entre los pobres. Dado que el valor del trabajo va más allá del ingreso, plantea esa lógica, esto podría presentar un problema grave. Los socialdemócratas europeos, por ejemplo, se preocupan porque una renta básica podría socavar la solidaridad entre los trabajadores que apuntala los actuales programas de seguro social.
Las experiencias en diversos países no ofrecen mucha evidencia de mal uso del efectivo
Pero en los países desarrollados, los trabajadores del sector informal dominante ya están excluidos de los programas de seguridad social y ningún ingreso básico factible sería lo suficientemente significativo, al menos de momento, como para permitir que la gente simplemente dejara de trabajar.
De hecho, entre los grupos más pobres, las rentas básicas mejorarían la dignidad y los efectos del trabajo que fomentan la solidaridad al quitar cierta presión a quienes actualmente trabajan demasiado (especialmente a las mujeres). En vez de temer continuamente por su sustento, las personas autoempleadas, como los productores y vendedores de pequeña escala, podrían tomar decisiones más estratégicas y aprovechar su mayor poder de negociación frente a los comerciantes, intermediarios, acreedores y arrendatarios.
El argumento final contra el ingreso básico es que los pobres usarán el dinero para financiar actividades perjudiciales para ellos mismos o la sociedad, como el juego y el consumo de alcohol. Las experiencias con las transferencias directas de efectivo en diversos países, entre los que se cuentan Ecuador, India, México y Uganda, no ofrecen mucha evidencia de mal uso; por lo general, el efectivo se gasta en bienes y servicios que valen la pena.
Las propuestas de una renta básica universal imaginadas por los socialistas utópicos y libertarios pueden ser prematuras en los países avanzados, pero no se debe dejar de lado a esos esquemas en el mundo en desarrollo, donde las condiciones son tales que podrían ofrecer una alternativa asequible a los programas de asistencia social ineficaces y administrativamente difíciles de manejar. Los ingresos básicos no son una panacea, pero para los ciudadanos que trabajan en exceso y viven en la pobreza extrema en los países en desarrollo, ciertamente constituirían un alivio.
Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Pranab Bardhan es profesor den la Escuela de Posgrado de la Universidad de California, Berkeley. Sus últimos dos libros son Awakening Giants, Feet of Clay: Assessing the Economic Rise of China and India y Globalization, Democracy and Corruption.
Copyright: Project Syndicate, 2016
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