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Tribuna
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¿Por qué fracasó la confluencia?

La identidad del Proyecto Podemos se vinculó excesivamente al “objetivo sorpasso"

Máriam Martínez-Bascuñán
Rueda de prensa de Pablo Iglesias, Alberto Garzón e Iñigo Errejón después de conocer los resultados electorales.
Rueda de prensa de Pablo Iglesias, Alberto Garzón e Iñigo Errejón después de conocer los resultados electorales.Bernardo Pérez (EL PAÍS)

Elecciones generales del 20 de diciembre de 2015: Podemos con todas sus confluencias e Izquierda Unida obtienen por separado seis millones de votos. Esta vez, juntos, han obtenido cinco. No solo no han multiplicado, ni sumado, sino que, unidos, han restado. A ambas formaciones les corresponde hacer un ejercicio de reflexión sobre los límites que han encontrado sus hipótesis.

No hubo sorpasso. Quizás el error fue diseñar toda la estrategia de campaña en función de algo que sólo existía en las encuestas. La trampa de la encuesta consiste en tomar posiciones en función de ellas. El verdadero liderazgo implica atraer a la gente hacia el espacio político que tú creas, no en determinar tu estrategia en conformidad con la posición demoscópica que te están dando. Curiosamente a esto se refería el joven Errejón cuando aludía a ese famoso símil futbolístico para explicar su estrategia inicial: “a mí de pequeño me encantaba Laudrup, un jugador del Real Madrid que no es que hiciera pases en huecos que ya existían, sino que los inventaba, daba pases fabricando espacios”. Crear un espacio político nuevo era distinto de “agrupar” a la izquierda.

Iglesias mantuvo un perfil bajo en todo momento, su objetivo no era arriesgar, sino evitar errores. Ese Iglesias descafeinado desconcertó porque desplegó una estrategia reactiva diseñada en función del espacio político creado por una burbuja demoscópica.

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Se pretendió además agrupar a la izquierda activando un lenguaje político que a todas luces no resonaba con los marcos profundos de lo que en este país representan sus valores. La de España es una izquierda posnacional, en jaque tras la herencia franquista contra afectos patrióticos, y más vinculada con una tradición cosmopolita. Puede ser españolista, pero es un nacionalismo laico poco susceptible de convertirse en mito trascendente que genere identidad política.

Esa identidad patriótica participó de un juego de máscaras que no giraba en torno a un proyecto político, sino a una política de la identidad que disputaba el patriotismo español, al mismo tiempo que pretendía disputar con otros nacionalismos periféricos ese patriotismo trascendente. Tal baile de máscaras entre patriotismo, socialismo y nacionalismos periféricos poco tiene que ver con la identidad cristalina de Izquierda Unida, absolutamente compacta en lo ideológico y en la relación de los militantes con su líder, con un líder que quedaba absolutamente difuminado en mitad del experimento político de las confluencias. Aquí había un error de diseño claro que llevaba a preguntarse hasta qué punto tenía sentido aplicar estrategias que presuponen activismos políticos para espacios sociales radicalmente distintos, nacidos de contextos latinoamericanos, a una geografía política anclada en la cultura parlamentaria donde el componente ciudadano es más fuerte que el componente pueblo.

El trasfondo de todo esto indica que en esencia, la identidad del Proyecto Podemos se vinculó excesivamente al “objetivo sorpasso”; a ser un partido “por sí mismo” con capacidad para derrotar el PP. Quizás es el momento de reinventarlo todo.

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