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Tribuna
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¿Hacia una izquierda reaccionaria?

Son muchos los herederos ideológicos de Marx que se han vuelto comprensivos con la sinrazón religiosa, simpatizan con quienes levantan comunidades políticas identitarias y muestran antipatía contra el proceso globalizador

EDUARDO ESTRADA

Además de algún libro de matemáticas, una vez al año conviene releer el Manifiesto Comunista.También conviene, en esa hora, tener a mano alguna sustancia estimulante. Porque cada año el desánimo es mayor. Sobre todo, cuando, no ya cada año sino cada mes, aparece alguien recomendando la refundación de la izquierda. Una refundación que, por lo visto, consiste en defender exactamente lo contrario de lo que defendía aquel magnífico panfleto.

Recordemos lo sabido y al parecer olvidado. Con todos los matices que se quieran, bien pocos, el socialismo supuso la cristalización más consecuente del ideal ilustrado que encontró su más temprana manifestación en la Revolución Francesa. Como recogerá el verso de La Internacional, el movimiento socialista se entenderá así mismo como “la razón en marcha”. Esa vocación racionalista se mostraba, para empezar, en una tremenda confianza en el conocimiento científico como instrumento emancipador y en un progreso material, circunstancialmente encarnado por el capitalismo, que establecía las bases materiales de esa emancipación. En los mismos días que facturaba el Manifiesto, en un discurso ante la Sociedad Democrática de Bruselas, Marx remataba sus palabras con lo que muy bien era un resumen de su convicción en que el desarrollo de las fuerzas productivas arrasaría con ese pasado “del que hay que hacer añicos”, para citar de nuevo al famoso himno: “El sistema proteccionista es en nuestros días conservador, mientras que el sistema del libre cambio es destructor. Corroe las viejas nacionalidades y lleva al extremo el antagonismo entre la burguesía y el proletariado”. Sencillamente, el capitalismo contribuía a reforzar, en la mejor dirección, varias líneas programáticas irrenunciables para los socialistas.

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La primera, una confianza en el crecimiento de las fuerzas productivas como motor de la emancipación social. Marx conjeturó distintos mecanismos causales acerca de cómo el desarrollo del capitalismo conllevaba un germen de autodestrucción creadora. Tales teorías han mostrado muchos problemas conceptuales o analíticos, pero, en todo caso, se trataba de genuinas teorías, de esas que no cabe despachar con la famosa frase de aquel genial Nobel de Física, Pauli, que tantas veces desarma a los científicos sociales: “Ni siquiera es falso”. En todo caso, en la práctica, una de las implicaciones de esa perspectiva era una apuesta confiada por la expansión del comercio y, hasta si se quiere, por el imperialismo.

La segunda implicación era un profundo desprecio por el nacionalismo costumbrista, identitario. En perfecta consonancia con los revolucionarios franceses, quienes, en palabras de Tocqueville, “nada omitieron con tal de hacerse irreconocibles”, los socialistas, con toda la antipatía, y era mucha, que sentían hacia el reaccionario Bismarck, no dejaron de apoyar su apuesta por la unificación alemana, que, según escribía Engels a Marx en una carta de 1866, “dejará a un lado las reyertas entre las capitales insignificantes”, a la espera de que “todos los Estados minúsculos serán arrastrados al movimiento, cesarán las peores influencias localistas y los partidos terminarán por volverse realmente nacionales, en lugar de ser meramente locales”. Su modelo, tanto para Alemania como para una Italia todavía más atomizada en mil Estados y lenguas, era el mismo: “Una república única e indivisible”.

Para los socialistas de siempre, la lucha por la emancipación era la lucha de la razón

La tercera viene a ser una variante de la anterior: la crítica a las religiones, viveros de irracionalidad, trampantojos de la injusticia y placebos del dolor humano. También ahí, los socialistas, según proclamaba el Manifiesto, confiaban en el buen curso de la historia de la mano de una “burguesía (que) ha desempeñado, en el transcurso de la historia, un papel verdaderamente revolucionario”, cuyo régimen, desde “que se instauró, echó por tierra todas las instituciones feudales, patriarcales e idílicas (…) Echó por encima del santo temor de Dios, de la devoción mística y piadosa, del ardor caballeresco y la tímida melancolía del buen burgués, el jarro de agua helada de sus cálculos egoístas”. Un argumento, por cierto, que desarrollará magistralmente un siglo y medio más tarde Albert Hirschman en De las pasiones a los intereses.

Para los socialistas de siempre la lucha por la emancipación, que era la lucha de la razón, pasaba por la desaparición de la superstición religiosa, la ruina de las comunidades sostenidas en la identidad y la tradición y la expansión sin tregua de unos mercados que extendían la productividad. El capitalismo había comenzado la tarea pero se mostraba incapaz de rematarla. Por supuesto, siempre es posible encontrar matices y reservas parciales, como los que se muestran en la correspondencia entre el anciano Marx y la escritora rusa Vera Zasúlich, pero eran eso, dudas, descosidas de las tesis fundamentales.

Si por un instante a aquellos socialistas les estuviera concedida la oportunidad de pasearse por nuestro mundo y de echar un par de tardes revisando en serio, con estadísticas fiables, sus preocupaciones de entonces, seguramente pensarían que, aunque queda mucho por hacer, nuestro mundo es bastante mejor que el suyo.

Las tecnologías de la comunicación obligan a tener puntos de vista antes de pararse a pensar

Su drama comenzaría un instante más tarde, cuando, al salir a la calle a buscar a sus herederos para celebrarlo, se los encontrasen defendiendo muchas veces lo contrario de aquello por lo que ellos habían peleado.

Porque hoy una parte de la izquierda, muy representada entre nosotros, se ha vuelto comprensiva con la sinrazón religiosa, simpatiza con quienes quieren levantar comunidades políticas sostenidas en la identidad y manifiesta una antipatía sin matices contra el proceso globalizador. Incluso se muestra dubitativa de la peor manera a la hora de valorar la ciencia y el progreso científico. Y eso que, precisamente porque su defensa de la ciencia había encontrado su justificación última en la racionalidad práctica, porque se había mostrado capaz de reconocer que la ciencia es tan solo una de las posibilidades de ejercer la racionalidad, el socialismo disponía del mejor guion para abordar los tiempos por venir: la ciencia, también la básica, puede ser tasada por la razón, incluso frenada en determinadas líneas de investigación potencialmente devastadoras en sus aplicaciones.

Sin duda, nuestro mundo, “que es ajeno y confuso de por sí, resulta todavía más confuso”, con el permiso del poeta, está plagado de incertidumbres ante las cuales la perplejidad y el “todavía no sé qué pensar”, quizá sean las respuestas políticas más decentes. Está plagado de incertidumbres ante las cuales la perplejidad y el “todavía no sé qué pensar”, quizá sean las respuestas políticas más decentes. Desgraciadamente, patologías bien conocidas de nuestras democracias, amplificadas por las nuevas tecnologías de la comunicación, que desprecia la humildad epistémica, parecen obligar a tener puntos de vista antes de pararse a pensar. En esa situación, la izquierda, entre las muchas heurísticas disponibles, parece haber optado por la más idiota: la reactiva, el “de qué hablan esos, que me apunto a lo contrario”. Lo peor de lo peor: tenerlo claro a la contra. Una izquierda reactiva que se acerca inquietantemente a una izquierda reaccionaria.

Félix Ovejero es profesor de la Universidad de Barcelona.

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