Quiero ser monja
La afición por las procesiones no se traduce luego en votos reales de pobreza
Y aún hay quien siente, cómicamente en mi opinión, que la religión católica está en España amenazada. Y quien afirma, ingenuamente en mi opinión, que vivimos en un estado laico. No se lo parecería así a cualquier extranjero que, sin haber sido avisado, se dejara caer por nuestro país en los días semanasanteros. En algunas ciudades, ¿todas?, se encontraría con que no puede avanzar de un lado a otro con normalidad porque las calles han sido tomadas por las procesiones.
Entendería, observando la abrumadora presencia de tronos, costaleros y gentío arropando a las imágenes, que el pueblo está en su mayoría satisfecho y feliz con dicha invasión; supondría, como es lógico, que vivimos en un estado ultracatólico, dado que las manifestaciones de este credo en particular invaden la vía pública sin que nadie parezca mostrar su desacuerdo. Dicho visitante podría abundar en el asunto y se enteraría de que, aunque tímidamente, algunos políticos van atreviéndose a no encabezar procesiones, pero pocos son los que a la hora de la verdad cuestionan las subvenciones a las cofradías; si alguien pregunta a estos representantes del pueblo por qué conceder tan importantes sumas a un acto que debiera estar costeado por los fieles, se justificarían diciendo que dicha expresión colectiva trasciende lo religioso para convertirse en cultura popular.
Si una extranjera turistea en Pascua se preguntará cuál es la razón por la que la Iglesia Católica mantiene ese discurso victimista; por qué, dirá, si según parece el número de procesiones es creciente, si nunca ha habido tantas; en cuanto al fervor no hay más que verlo: en los mismos días en que 32 personas saltaban por los aires en Bruselas y los refugiados acampaban sobre la tierra mojada a las puertas de Grecia, había fieles que lloraban sin consuelo porque había llovido y no podían sacar a la calle su trono tras un año entero de preparación. Cierto es que los seres humanos somos así, católicos o no, que se puede estar hundiendo el mundo y nosotros andamos echando pestes porque caen cuatro gotas y se nos estropea la romería, pero si lo señalo aquí es porque los editores de las noticias de la televisión pública han colocado al mismo nivel las lágrimas de quien ve truncada una ilusión (palabra tan en boga) y las de quien sale huyendo de una masacre.
A los turistas que, atraídos por esta arrebatada manera nuestra de expresar la fe, desembarquen en España en fechas santas abandonarán nuestro país con el convencimiento de que la religiosidad es unánime, puesto que si en las calles la gente recibe con emoción no contenida el paso de una Virgen o de un Cristo, en la tele son retransmitidos puntualmente estos acontecimientos para que disfruten de ellos aquellos que, por enfermedad o causas de fuerza mayor, no hayan podido asistir. Pero no en una tele ni dos, nuestro turista extranjero comprobará que casi todos los canales dedican la programación, de una manera u otra, a ensalzar la religión católica, que el canal que no sigue los pasos en directo, da cuenta de ellos en las noticias, y entre paso y paso, una película bíblica o de milagrería. Lástima que Marcelino, pan y vino, en realidad una bella película de fantasmas, haya quedado atrapada en la programación fervorosa. El turista insomne puede quedarse hipnotizado mirando la pantalla hasta las cuatro de la mañana, y escuchar en una tertulia que da cuenta de “La Madrugá”, a una Paloma Gómez Borrero, la vieja Papaloma, siempre entusiasta y partícipe del sentir popular, exclamar algo así como que “tendrían que estar aquí los terroristas para ver esto”. Por la mente del espectador puede pasar un pensamiento negro: “Mejor no dar ideas”.
Considero que ha sido animados por el éxito creciente de crítica y público de nuestra fe por lo que unos productores televisivos han decidido aprovechar el tirón y rodar el docureality Quiero ser monja. Bien es cierto que la afición a las procesiones no se traduce luego en votos reales de pobreza, obediencia y castidad, pero quién sabe, tampoco era imaginable que las procesiones vivieran sus mejores capítulos en democracia. De momento, para la mayoría, sigue siendo compatible la fe con la cerveza, las tapas y los menús de Pascua, en los que una, gracias a Dios, se puede poner morada (ojo al color) a garbanzos con espinacas y bacalao. Porque la batalla de la laicidad ya parece perdida. La fe mueve montañas.
Cómo explicarle a esos extranjeros que nos visitan que, a pesar de todo lo que ve, hay muchos que no elevamos nuestro corazón al olor del incienso y que, aun respetando el sentir de otros, desearíamos que a las criaturas que practicamos el secularismo o cualquier fe que no sea la católica no se nos ahogue con un fervor del que no participamos. En Úbeda, célebre por su abrumadora Semana Santa, había estos días un grafiti singular: “Stop. Islamización de Europa”. De verdad, parecía un chiste o, como se dice ahora, un titular de El Mundo Today.
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