Cómo vivir con la culpa de haber criado a un hijo asesino de masas
Susan Klebold, madre del autor de la matanza de Columbine, cuenta en un desgarrador libro cómo se vive con la pena, la culpa y el odio
Lo más terrible que puede ocurrirle a un padre o una madre es perder a un hijo. A Susan Klebold le sucedió: su benjamín, Dylan, murió con 18 años recién cumplidos. Con una particularidad: él mismo se quitó la vida, minutos después de habérsela robado a otras 13 personas. El 20 de abril de 1999, Dylan Klebold y su amigo Eric Harris abrieron fuego contra sus compañeros del instituto Columbine, en Colorado (EE. UU.), matando a 12 estudiantes y un profesor. Otras muchas personas resultaron heridas. Las imágenes de la matanza —la más terrible cometida hasta entonces en un centro escolar en Estados Unidos— dieron la vuelta al mundo; el hijo pequeño de Susan Klebold fue uno de los asesinos de la tristemente famosa “masacre de Columbine”.
Éramos padres cariñosos, atentos y comprometidos, y Dylan era un niño entusiasta y afectivo. Lo corriente de nuestras vidas antes de Columbine quizá será lo más difícil de entender de mi historia. Para mí, es también lo más importante", escribe Susan Klebold
Ahora, 17 años después, Susan Klebold ha publicado un libro titulado A mother’s reckoning: Living in the aftermath of tragedy (Balance de una madre: viviendo las secuelas de una tragedia), en el que da respuesta a las preguntas que a todo padre y madre que conozca los hechos se le han pasado alguna vez por la cabeza: ¿Cómo se vive con ese suceso clavado en la memoria; con la culpa por un crimen que uno no ha cometido; con el rechazo de otros por su parentesco con un criminal? Y, quizá aún más terrible: ¿cómo es que no se dio cuenta antes de lo que su hijo era capaz de hacer, del odio que se cocía en su interior? ¿Hasta qué punto se siente responsable, al vivir 18 años con un potencial asesino de masas? ¿Le carcome el pensamiento de que, de algún modo, ella, como madre, pudo haberlo evitado?
Madres (corrientes) de hijos asesinos
La idea que subyace en la historia de la señora Klebold es que su drama le podía haber acaecido a cualquiera. Era una madre normal: no uno de esos padres o madres conflictivos que viven en una maltrecha caravana en un barrio marginal. Educados y de clase media, ella y su marido, Tom Klebold, eran pacifistas; estaban en contra del uso de armas por particulares. Tenían convicciones religiosas —luteranos practicantes— y el trabajo de Susan consistía en conceder becas de informática a discapacitados (su marido, del que se divorció en 2014, es geofísico). Habían puesto a su hijo menor el nombre de Dylan por el poeta británico Dylan Thomas. El mayor se llama Byron.
En su libro, cuyos derechos de autor serán donados íntegramente a organizaciones dedicadas a enfermedades mentales, Susan empieza mostrando su dolor: “Daría mi vida para reparar lo que pasó ese día. De hecho, la daría con gusto a cambio de cualquiera de las vidas que se perdieron”, escribe. Y enseguida procede a describir su familia. “Tom y yo éramos padres cariñosos, atentos y comprometidos, y Dylan era un niño entusiasta y afectivo”. Y añade: “Lo corriente de nuestras vidas antes de Columbine quizá será lo más difícil de entender de mi historia. Para mí, es también lo más importante”.
La noción de que un criminal adolescente puede surgir hasta en las mejores familias la ha recalcado poco después en las pocas entrevistas que ha concedido. “Una de las cosas aterradoras sobre esta realidad es que la gente que tiene familiares que hacen cosas como esa son como el resto de nosotros”, declaró la señora Klebold a The Guardian. “He conocido a varias madres de asesinos de masas, y ellas son tan dulces y agradables como cualquiera. Uno sería incapaz de saber, si nos viera juntas en una habitación, qué es lo que tenemos en común”.
¿Conocemos (de verdad) a nuestros hijos?
Madres amorosas que, sin embargo, pasaron por alto que tenían un monstruo en casa. Y eso que Dylan daba pistas. De niño tranquilo y feliz, el chico se convirtió en un problemático adolescente. En su tercer año de instituto, él y su amigo Eric fueron detenidos por robar en una furgoneta materiales electrónicos. Poco después, Dylan fue multado y expulsado temporalmente por rayar la puerta de una taquilla de vestuario. Ni siquiera cuando pidió a sus padres como regalo de Navidad una escopeta —un año antes del crimen— ella ató cabos. “Sorprendida, le pregunté para qué la quería, y me dijo que creía que ir de vez en cuando a un campo de tiro podría ser divertido”, evoca en el libro. “Dylan sabía que soy enemiga acérrima de las armas, así que la propuesta me dejó de piedra (…) Y como nunca habría permitido un arma bajo nuestro techo, su petición no despertó en mí ninguna alarma”. Como su madre se negó a comprarle la escopeta, él por su cuenta y a escondidas se hizo, junto con su amigo, con un arsenal.
He conocido a varias madres de asesinos de masas, y ellas son tan dulces y agradables como cualquiera. Uno sería incapaz de saber, si nos viera juntas en una habitación, qué es lo que tenemos en común
Tras la matanza salieron a la luz unos vídeos en los que Dylan y Eric, en vísperas de su mortífero ataque, exhibían su arsenal y fanfarroneaban de ello. Algunos fueron rodados en el sótano de la casa de Dylan, lo que hizo que los medios los titularan The basement tapes (“las cintas del sótano”), igual que unas grabaciones de otro Dylan, el músico Bob. “No teníamos ni idea de que esos vídeos existieran”, escribe Susan. “Mi corazón casi se rompe cuando vi a Dylan y escuché su voz: aparecía y sonaba justo como lo recordaba, el chico al que tanto echaba de menos (…) [Sin embargo] nunca había visto esa expresión de burlona superioridad en su cara. Me dejó boquiabierta el lenguaje que usaban: abominable, lleno de odio, racista, con palabras despectivas que nunca había escuchado en mi casa”.
Las cintas del sótano impactaron aún más en esta madre que el atentado perpetrado por su hijo. Lo explicaba en estos términos para The Guardian: “Pienso que Dylan fue víctima de alguna clase de disfunción de su cerebro. El Dylan que conocí y crié era una persona amable, considerada, por eso me resulta tan difícil de entender. Pido disculpas a quien le ofenda, pero no odio a mi hijo, ni le juzgo, porque es mi hijo y, además, sea lo que fuese que mató a los otros, también lo mató a él”.
Esa ignorancia en la que vivía es lo que ha convertido a Susan Klebold en diana del odio de víctimas supervivientes, familiares y cierta parte de la opinión pública. Para muchos es culpable por omisión. Reacción que ella entiende. “Nunca he dejado de pensar en cómo me sentiría yo si estuviera en el otro lado y uno de sus hijos hubiera disparado al mío”, admitió a ABC News. “Estoy completamente segura de que sentiría exactamente lo mismo que ellos”.
Vida después de la muerte
Su vida, como es natural, cambió por completo. Destrozada, Susan pensó en marcharse a vivir a otra ciudad, cambiar su apellido (recuperando el de soltera) y empezar de cero. “Muchas veces”, admitió en una entrevista para la edición estadounidense de Marie Claire. “Todavía podría hacerlo, pero debería tener una buena razón. Me doy cuenta de que realmente no puedo escapar de esto. Puedo cambiar mi nombre, mudarme, pero aún tendría que vivir con el hecho de que mi hijo mató a otras personas”.
El Dylan que conocí y crié era una persona amable, considerada, por eso me resulta tan difícil de entender. Pido disculpas a quien le ofenda, pero no odio a mi hijo, ni le juzgo, porque es mi hijo y, además, sea lo que fuese que mató a los otros, también lo mató a él
Como suele ocurrir con los golpes más duros, hacen más fuertes a las parejas o las destruyen. “La única persona en el mundo que podría haber comprendido por lo que estaba pasando era Tom, mi marido, pero la brecha que se había abierto entre nosotros en los primeros días tras la tragedia se fue ensanchando”, expone en el libro. Después de 43 años juntos, los Klebold se divorciaron en 2014. Los abultados gastos en abogados tampoco ayudaron. “La primera factura que recibimos fue una conmoción. No teníamos idea de cómo la pagaríamos (…) Mi madre había estado pagando un seguro de vida para sus nietos, mis hijos, desde niños, y toda esa cantidad sirvió para pagar la primera factura. Pero fue una sola gota en el cubo, porque nos esperaban años de facturas por delante”, relata. El seguro se hizo cargo de las indemnizaciones a las víctimas, por valor de 1,3 millones de euros.
También ha cambiado su forma de pensar. Ahora se pone en la piel de las madres de los criminales (“Cuando oigo sobre terroristas en las noticias pienso: ‘Es el hijo de alguien”, asegura) y ha convertido su vida en una cruzada no contra las armas, sino contra el suicidio: “Creo que un asesinato-suicidio es una manifestación de suicidio y, si nos centramos en este, pienso que podemos prevenir sucesos como el de Columbine”, declaró.
Frente al eco mediático
El atentado de Dylan y Eric tuvo un enorme eco social y cultural. Michael Moore dedicó un documental a los hechos (Bowling for Columbine, 2002) y Gus Van Sant rodó una película (Elephant, 2004). En 2000, Marilyn Manson publicó el álbum Holy wood (in the shadow of the valley of death) como reflexión tras aquella tragedia (en su día se dijo que las canciones de este músico de rock habían podido instigar a los dos muchachos a llevar a cabo su plan, y Manson llegó a escribir un artículo defendiéndose en Rolling Stone). Una repercusión que Susan ha llevado mal. “Para mí, Dylan me pertenecía. Y cuando veo películas, obras de teatro o escucho canciones dedicadas a aquello tengo la sensación de que alguien me lo está arrebatando, que está reclamando la propiedad de algo de lo que no saben nada en absoluto”, dijo a The Guardian.
Lo que no ha mutado en estos 17 años ha sido su alergia a usar el verbo “matar” en relación a lo que hizo su hijo. “No pasa un día sin que piense en la gente a la que Dylan hizo daño. Para mí es más fácil decir ‘hacer daño’ que ‘matar’, incluso después de tanto tiempo”, dijo a ABC News. “Es muy duro vivir con el hecho de que alguien a quien amaste y criaste mató brutalmente a gente de ese modo horrible”.
Puedo cambiar mi nombre, mudarme, pero aún tendría que vivir con el hecho de que mi hijo mató a otras personas
Su libro, que aparece salpicado con desgarradores comentarios de su diario personal, concluye con una descripción de su agonía: “Desearía haber sabido lo que tramaba Dylan”, asegura. “Desearía haberlo detenido. Desearía haber tenido la oportunidad de intercambiarme por aquellos que perdieron su vida. Pero al margen de un millón de deseos apasionados, sé que no puedo volver atrás”. Y extrae una moraleja: “Debemos centrar nuestra atención en investigar y concienciar acerca de esas enfermedades [mentales], no solo para el beneficio de quienes las padecen sino también para los inocentes que seguirán siendo sus víctimas si no lo hacemos”.
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