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Tribuna
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Podemos tras el (segundo) desencanto

Para comprender la infiltración de Podemos en el espacio social ha de tenerse en cuenta que la izquierda mayoritaria solo fue capaz de construir una hegemonía política bajo un espejo de liberalización económica, ladrillo y consumismo

RAQUEL MARIN

Cronista sentimental de la Transición, Manuel Vázquez Montalbán dejó para la posteridad dos mantras punzantes por su exactitud y cierta lucidez melancólica; que el proceso iniciado en el año 1978 constituía una “correlación de debilidades” y que “contra Franco vivíamos mejor”. La segunda frase aludía al llamado “desencanto” de la resistencia antifranquista. El relato que esta construía del pasado reciente, cultural, intelectual y políticamente cohesionado por la terrible coerción del dictador, se revelaba tras su muerte, en los primeros años de la Transición, como un discurso sin fuelle. Una situación de profunda desorientación manifestada en fenómenos puntuales como la desaparición de la emblemática revista Triunfo o la inhibición en la que cayó parte de la intelectualidad más combativa, gran parte de ella acostumbrada a su trabajo de infiltración social desde la cartografía marxista clásica.

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Acostumbrada al duro ecosistema de la clandestinidad y las obligaciones de una militancia heroica, la perplejidad no tardó en irrumpir con los cambios de socialización política en la esfera pública y las decisivas transformaciones originadas por la apertura de los medios de comunicación. En el momento en el que esta voluntad rupturista de la izquierda transformadora se dio de bruces con la nueva geografía social culturalmente modificada, el desencanto, palabra fetiche de la época, apareció, para muchos, como el clima afectivo predominante. La cultura de la resistencia y su diagnóstico de ruptura quedaban fuera de juego en el nuevo paisaje mediático.

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Las comprensibles limitaciones de una izquierda social necesitada de legitimidad institucional y condenada a militar en la oscuridad del espacio público quedaron en evidencia. En el momento en el que el obsceno peso coercitivo del franquismo desapareció tampoco se comprendió en su justa medida la dimensión de consentimiento sobre el cual descansaba su hegemonía cultural en amplios sectores. La simple identificación entre franquismo y fascismo no ayudaba tampoco a entender cómo el primero también estaba compensando su feo y autoritario rostro con las dulzuras de un desarrollismo económico, un desplazamiento crucial en el futuro.

De la cultura de la resistencia bajo un clima de miedo se pasó a una cultura de escaparate

Por no registrar esta situación sociocultural desencantada como “repliegue”, sino como un movimiento de futuro que solo podía ser catalizado desde dentro de las instituciones democráticas, el eurocomunismo, pese a registrar analíticamente más realidad que otras corrientes radicales de izquierda —como advirtió lúcidamente, por ejemplo, Manuel Sacristán—, no acertó en su estrategia cultural. Haciendo de la necesidad virtud, su idealizada consigna de unir “las fuerzas del trabajo con las fuerzas de la cultura” será un ejemplo de la impotencia y el anacronismo con que la izquierda iba a ser apenas espectadora del éxito del PSOE a la hora de hegemonizar estas mutaciones, reconocer sus aspiraciones y cooptar, bajo el horizonte de la modernización, el hambre del país por el cambio.

Fue entonces cuando pasamos de la cultura de la resistencia bajo un clima de miedo a una cultura de escaparate, alimentada poco a poco por un cinismo generalizado. En un célebre artículo, parafraseando a Goebbels, la voz de Sánchez Ferlosio clamaba en ese desierto denunciando que, cuando los Gobiernos del PSOE escuchaban la palabra cultura, “extendían un cheque en blanco al portador”. En medio de las transformaciones por las que el capitalismo asumía una lógica productiva cada vez más cultural, el PCE naufragó en la ola del desencanto, mientras que el PSOE supo navegar sobre ella eufóricamente. Gran protagonista de este giro posmoderno fue la gestión del ministerio de Javier Solana, quien fue el pionero de la “marca España” y artífice de una burbuja cultural que en los últimos tiempos también ha terminado reventando.

Hoy, haciendo balance, observamos cómo una de las consecuencias del seísmo 15-M fue superar la pinza entre la “cultura de la resistencia” y la "cultura del escaparate". Mucha tinta politológica se ha vertido en estos dos últimos años sobre el crecimiento vertiginoso de Podemos, pero muy poco sobre su aprendizaje histórico en este contexto cultural hasta ahora bloqueado en la Transición. Entre otras razones, porque esa recurrente caricatura rupturista y adánica de la formación emergente, compartida a derecha e izquierda, suele pasar por alto en qué sentido queremos aprender de las derrotas en la disputa hegemónica y de ese “segundo desencanto” que quedó al descubierto en el 15-M. Es un dato significativo cómo las ilusiones ópticas de la izquierda radical —la idea de Podemos como un “monstruo frío” exclusivamente orientado a la maquinaria electoral— y de la derecha —el fantasma bolivariano adánico y rupturista— observan desde un estrabismo común: pasar por alto la importancia de la disputa cultural por los sentidos y los relatos.

La percepción de España como un país generacional y culturalmente desgarrado es un hecho

Hoy, la percepción de España como un país generacional y culturalmente desgarrado es un hecho. Si el primer desencanto fue el resultado de un idealismo político que terminó haciendo de la necesidad virtud y cediendo la hegemonía al proyecto social-liberal del PSOE, el segundo es el resultado de la crisis de un modelo cultural de espectáculo y huida hacia adelante que terminó allanando el camino a la derecha de los recortes. Para comprender hoy la infiltración capilar de Podemos en el espacio social ha de tenerse en cuenta cómo en la historia reciente, por diferentes razones, la izquierda mayoritaria solo fue capaz de construir una hegemonía política bajo un espejo de liberalización económica, ladrillo y ciudadanismo consumista, que hoy muestra sus grietas. Bajo un modelo espectacular concentrado básicamente en la cultura de escaparate —la Expo, la Olimpiada, los grandes fastos—, el Partido Socialista, en el terreno cultural, no hizo sino allanar el camino al Gobierno con más voluntad inequívocamente hegemónica del régimen del 78, el de José María Aznar, cuya revolución conservadora liderada por el think tank del Instituto FAES consolidó e impulsó hacia la derecha neoliberal esa matriz ya desencantada. Desde los cascotes del naufragio de la izquierda tradicional, tampoco parece haberse aprendido esta lección. La lectura del reciente e interesantísimo libro de conversaciones de Juan Andrade con Julio Anguita, Atraco a la memoria, nos brinda una posible radiografía de los problemas que esta izquierda tiene aún para ir más allá de su cultura de la resistencia.

Hay algo de justicia poética en el hecho de que, en su primera visita a La Moncloa, Pablo Iglesias regalara a Mariano Rajoy un ejemplar del Juan de Mairena de Antonio Machado. “Populismo caro”: con esta expresión definía en el citado artículo Ferlosio la política cultural del PSOE frente al sobrio, pero también popular, programa cultural mairenista. Sigue estando en pie hoy la necesidad de reactualizarlo más allá de la melancolía y el cinismo que predominan en las relaciones entre la política y la cultura.

Germán Cano es miembro del Consejo Estatal de Podemos por el Área de Cultura y profesor de Filosofía de la UAH.

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