Martínez Pujalte
Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles
Caminaba por la carrera de San Jerónimo el pasado miércoles 13 cuando de repente me topé con un hombre menudo que, agachado, hablaba por teléfono mientras caminaba, gesticulando, febril, diciendo cosas como: “Esta semana tengo mucho lío… te llamo la que viene y quedamos para comer… tengo muchas ganas… etcétera”. Cuando, y apunto de tropezarnos, levantó la vista, me encontré con los ojos de un pionero: era Martínez Pujalte. Si he de ser sincero, en los últimos años apenas si me he acordado de él, de hecho, creo que he pensado más en Ho Chi Minh que en Martínez Pujalte. Ho Chi Minh dos veces y media, Martínez Pujalte una o ninguna ¡Qué injusto por mi parte! Porque mientras yo silbaba con las manos en los bolsillos, él trabajaba incansablemente en el Congreso por mí y por todos mis compañeros. ¿Cuántas cosas no habrá hecho Martínez Pujalte, de forma callada, sin darse importancia, fuera del foco mediático? Muchísimas, incontables. Y, claro, ahora lo entiendo: si la situación no ha ido a peor, si no nos hemos hundido finalmente es porque Martínez Pujalte estaba ahí día y noche batiéndose el cobre, trabajando con audacia, arrojo, intrepidez y valentía, como un titán de nuestra democracia. Y yo ajeno. Le estoy muy agradecido, y creo que hablo por todos cuando digo: Gracias, gracias y gracias. Hay hombres que luchan un día y son buenos. Hay otros que luchan un año y son mejores. Hay quienes luchan muchos años, y son muy buenos. Pero los hay que luchan toda la vida: esos son los imprescindibles. Y luego está Martínez Pujalte.
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