La maternidad, años más tarde
Es mágico el momento en el que percibes que tienes que conversar con los hijos ya de igual a igual
El día 29 de septiembre es San Miguel. No me suelo acordar de los santos, ni tan siquiera de los cumpleaños, pero mi hijo Miguel sabe que cuando llegue su día (como se refieren en ciertas zonas de España al día de uno en el Santoral) recibirá una llamada, y no será la mía sino la de su padrastro. San Miguel es, a su vez, patrón de Úbeda, por lo que con más motivo el experto en onomásticas de mi casa se acuerda de felicitar a su hijastro. Cuando las relaciones con los hijos adultos son buenas, se podrían definir a la manera en que lo hizo Montaigne y que tanto le gusta a Muñoz Molina: “Una amistad verdaderamente paternal”. Es muy satisfactoria esa paternidad o maternidad en la que no intervienen los lazos biológicos. No se suele hablar de ella, salvo cuando los niños son adoptados, pero está presente en muchas de nuestras familias. Nuestros hijos tienen madre y padre, pero también disfrutan de unas segundas madres y unos segundos padres que velan por ellos con tanto celo como lo harían por aquellos que son de su sangre. La sangre sigue pesando más de lo que debería, pero yo me resisto a que me seduzca su influjo: son míos los hijos que no parí pero a los que tuve que educar, alimentar y querer desde que eran muy chicos. No es fácil: a los niños hay que seducirlos aún cuando se resistan a quererte, o aún cuando están predispuestos a no quererte, pero esa conquista hace más valiosa la relación futura. Ese futuro, en nuestro caso, ha llegado. Tenemos cuatro hijos. Esos cuatro hijos tienen a su vez otros hogares en los que refugiarse. Al principio, esta segunda realidad al margen de la que una controla se hacía dura, nadie está a salvo de la mezquindad de la competencia afectiva, pero de la experiencia se aprende. Hay gente que se instala en el rencor hasta la muerte e infecta de rencor a los hijos y a los nietos. Vidas feas y estériles.
Comprendo que las dificultades de la adopción hayan convertido esta particular forma de paternidad y maternidad en algo más reseñable, pero no son menores las dificultades de los que hemos tenido que compartir la condición de madre o padre con otros. Se habla mucho de los primeros años de la maternidad en estos tiempos. Es lógico, es una época en la que todo parece conjurarse para que una mujer no encuentre el momento de tener descendencia: la ridícula ayuda estatal, los empleos precarios, las familias empequeñecidas, la falta de conciliación laboral, los irritantes horarios españoles. Eso unido a esta nueva tendencia que exige a las madres la renuncia por unos años a otras vocaciones. Qué difícil ser madre en unos tiempos en los que esa condición está cargada de tantas exigencias.
Esta semana pensaba en ello porque en las redes se compartió un artículo, Hijos, de Purificació Mascarell en el que la autora reivindicaba la posibilidad de no reproducirse. Mascarell definía a las madres como unos seres abducidos por la servidumbre de la crianza, compartiendo sin cesar conversaciones enfocadas obsesivamente a los pañales, la lactancia y las horas robadas al sueño; jóvenes privadas de sexualidad, de horas de lectura, de brujuleos nocturnos y de ambición laboral. Así es, en muchos casos, así es durante algunos años, así fue incluso para las que comenzamos a trabajar a los pocos días de nacer nuestros hijos. La mente está tan seducida por el bebé que no hay nada que pueda competir con ese peculiar enamoramiento. ¿Y? La vida pasa. Pasa esa infancia primera en la que una criatura es una continuación del propio yo. Pasa la adolescencia y su doloroso desapego. De pronto, la extrañeza de la edad adulta, y con ella un período poco descrito, del que casi nada se cuenta: el mágico momento en que percibes que tienes que conversar con los hijos ya de igual a igual, sin atribuirte a ti misma mayor sabiduría. Un capítulo liberador de la vida en el que la razón no está por sistema de tu parte. Contra lo que se dice, los momentos primeros de la maternidad no son idílicos: una criatura es una bomba que cae en una casa y que jamás sabemos los efectos colaterales que va a provocar. Lo que debería despertar envidia a aquellos que deciden no tener hijos es ese nuevo tiempo enriquecedor en el que puedes hablar de cualquier cosa con los adultos que criaste. Estos jóvenes que te quitaron el sueño, te sacaron de quicio, te apartaron de experiencias fascinantes y noches de aventura, son los que ahora te proporcionan ratos de apasionada charla. Existe ese tiempo en el que las madres tenemos la mente colonizada y nos falta sueño y sensualidad y nos sobra cansancio. Pero luego viene la recompensa, casi secreta de tan poco expresada. Sólo quien la prueba puede apreciar su valor: la maternidad o la paternidad, años más tarde.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.