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MIRADOR
Columna
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Inspiración

Es necesario reivindicar un tipo de veraneo sin demasiado glamour en nuestro país pero cuyos beneficios espirituales y corporales son infinitos

Julio Llamazares

Cuando usted lea esto yo estaré inaugurando mi veraniego retiro anual lejos del mundanal ruido y del calor de la gran ciudad. Si se lo cuento no es para darle envidia (aunque apartado del mundo, continuaré trabajando), ni mucho menos para comunicar a los profesionales de las visitas inoportunas que ya pueden empezar a importunarme, sino por reivindicar un tipo de veraneo sin demasiado glamour en nuestro país pero cuyos beneficios espirituales y corporales son infinitos siempre y cuando uno sepa llevar el retiro con profesionalidad. Hay quien al cabo de cuatro días de apartamiento del mundo está deseando ya volver a la gran ciudad o a las playas en las que se desintegra el sol.

El consejo de los carteles de peligro de los pasos a nivel de las vías de los trenes portugueses: Pare, escute, olhe (Pare, escuche, mire) es la primera recomendación que uno ha de darse a sí mismo cuando decide veranear al estilo antiguo, esto es, cuando sólo veraneaban los que tenían que veranear, que decían en el ABC, o los que lo hacíamos con nuestros abuelos, ayudándoles en su trabajo, en muchos casos, a cambio de ello. La otra recomendación es el pensamiento, esa actividad extraña que, de tan inhabitual, se está convirtiendo en extraordinaria y que, de tan extravagante, va a terminar por marcar tendencia.

En la contemplación de la naturaleza, del paso de los días y las nubes por el cielo, de la celebración de los pájaros y de la amistad de otros, está la esencia de la felicidad de ese veraneo que no necesita de aglomeraciones ni de estridencias sonoras y tecnológicas para estar a la altura de lo que se espera de él; al contrario, las estridencias y las aglomeraciones chocan con su mentalidad, convirtiendo la vacación apacible y el retiro en un infierno. Además de no poder disfrutar de ellos, uno se ve obligado a aburrirse en mitad del ruido y de la horterada que el mundo es en las vacaciones.

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En el caso de un escritor, lo peor, además, es cuando le dicen, después de no dejarle escribir — los profesionales de las visitas inoportunas— o de atosigarle con reclamaciones —los aficionados a la cultura veraniega, que es más aburrimiento que otra cosa— eso tan obvio y tan esperado de que “aquí se inspirará usted para escribir”. Cuando eso ocurre (que siempre ocurre), yo vuelvo la mirada a Miguel Torga, el escritor portugués que tanto sabía del mundo que le contestó a un periodista que lo comentó en su casa de Santo Martinho de Anta, donde nació y pasó todas sus veranos: “Yo no vengo aquí a inspirarme, vengo a recibir órdenes” . “¿De quién?”, le preguntó el periodista, extrañado. “De mis antepasados”.

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