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PUNTO DE OBSERVACIÓN
Columna
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Tristísimo recuento de un mal

Difícil creer, como puntualiza el juez Barreiro, que la cúpula de la Junta de Andalucía desconociera lo que estaba ocurriendo desde el año 2000

Soledad Gallego-Díaz

Las resoluciones del juez Barreiro, instructor en el Tribunal Supremo de la llamada causa de los ERE andaluces, constituyen un tristísimo retrato de uno de los más graves problemas que ha sufrido España desde los años 2000 y uno de los que más han influido en el desprestigio de las instituciones: la irresponsable decisión política de obviar, sortear o vulnerar procedimientos administrativos legalmente previstos, en beneficio de un ejercicio más arbitrario del poder.

Cierto es que en unos casos, como los ERE, esa decisión se tomó inicialmente “para dar mayor agilidad” a la Administración, sin ningún deseo de enriquecimiento personal, y que en otros, como la Gürtel, se buscó desde el primer momento vías corruptas de financiación personal o partidaria, lo que exige un juicio personal diferente. No es lo mismo ser honrado que ladrón. El resultado tiene, incluso, diferentes nombres jurídicos, prevaricación o malversación. Pero lo que importa aquí, lo que produce tanta desazón y pesimismo, es que proceden de la misma serpiente: la convicción de que, con un poco de audacia y otro poco de complicidad, está justificado saltarse el cumplimiento de la ley, de las normas y de sus procedimientos para conseguir objetivos beneficiosos para alguien.

Sin pensárselo dos veces, a la ligera, imprudente y soberbiamente, demasiados políticos de este país se saltaron, sortearon o violentaron lo que a su juicio solo eran “procedimientos administrativos”, sin percibir que en ese respeto escrupuloso estriba el ejercicio democrático del poder; ignorando que el Estado de derecho consta de un conjunto de instituciones, leyes y procedimientos ideados, precisamente, para impedir esa discrecionalidad o, más claramente, para impedir el ejercicio arbitrario del poder. Y así, cazurramente, faltos de cultura democrática, cometieron un delito imperdonable en un país que tenía una Constitución muy joven y que precisaba urgentemente rigor, ejemplaridad y precisión democrática.

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No se trata de que todos, desde el presidente del Gobierno hasta el último concejal, estén sometidos al Código Penal. Eso es evidente. De lo que se trata es de que también estén sometidos a normas, controles independientes y vigilancias acordadas. De que todos, desde el presidente del Gobierno hasta el último concejal o policía, comprendan que nadie en una sociedad democrática tiene otro poder que el estrictamente derivado de la ley, y que esa ley se expresa en procedimientos establecidos públicamente que deben ser cumplidos con propiedad.

Asombra también que personas sensatas y experimentadas, como fueron los presidentes de la Junta de Andalucía, desconocieran tanto la naturaleza humana como para que creyeran que cuando se vulnera la norma y se buscan complicidades para ello no se está abriendo, al mismo tiempo, un enorme agujero por donde se colará la corrupción pura y dura. Que cuando las subvenciones son arbitrarias, las comisiones son inevitables. Difícil creer, como puntualiza el juez Barreiro, que la cúpula de la Junta desconociera lo que estaba ocurriendo desde el año 2000. Difícil que lo que era de común conocimiento para viceconsejeros, directores generales y subdirectores fuera desconocido por la cúpula, “protegida por una especie de incomprensible pacto de silencio de los funcionarios intermedios”.

Sea como sea, sentencie lo que sentencie finalmente el Supremo, o el tribunal al que finalmente corresponda hacerlo, sobre la implicación concreta de los expresidentes Chaves y Griñán, habrá que agradecer al juez Barreiro (y a la juez Alaya) que hayan puesto negro sobre blanco uno de los peores problemas de la democracia española. Quizás así se encuentre remedio.

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