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Tribuna
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Historias de refugiados

Cuando los europeos huían de la barbarie, en la mayoría de los casos encontraban un país que los acogiese. En la actualidad, sus descendientes se muestran altamente insolidarios con esa nueva ola de necesitados que vienen de Oriente

Monika Zgustova
EULOGIA MERLE

Uno. “Tenemos que exiliarnos”, decidieron mis padres a mediados de los setenta, al darse cuenta de que no podían seguir viviendo en su país que, tras la invasión soviética, volvió al totalitarismo. A mi padre, lingüista, como represión por su participación en el proceso liberador de la Primavera de Praga de 1968, las nuevas autoridades acababan de echarle de su trabajo en un conocido instituto de investigación; por eso, mis padres concluyeron que no les quedaba otro remedio que emigrar con sus dos hijos de su Praga natal. Los países de la órbita soviética, entre los cuales se encontraba Checoslovaquia, no permitían a sus ciudadanos marcharse del país; el “abandono de la patria”, según la terminología de entonces, se consideraba alta traición y se castigaba duramente: a las personas que intentaban cruzar la frontera, los guardias las fusilaban sin más. Por eso, mis padres trazaron un minucioso plan para huir. Inscribieron a la familia en un viaje organizado a la India, en aquel entonces uno de los pocos países fuera de la órbita soviética que las autoridades checas ocasionalmente permitían visitar. Mis padres consideraron que, en un principio, no era prudente revelar sus planes a sus dos hijos adolescentes. En Delhi consiguieron los visados para Estados Unidos y compraron los billetes de avión. Tras algunas situaciones de alto riesgo en la aduana de Delhi, los cuatro desembarcamos en el aeropuerto J. F. Kennedy de Nueva York: los padres, con los nervios destrozados —desde entonces, ambos se han ido medicando contra la ansiedad—; los hijos, desilusionados por no poder volver a ver a sus amigos y abuelos. Más tarde nos enteramos que de las 60 personas que salieron en el viaje organizado de Praga a la India, solo cuatro volvieron. Prácticamente la totalidad utilizó el viaje para huir de un país cuya represión no estaban dispuestos a tolerar más.

Otros textos del autor

Los pasajeros de nuestro viaje formaron parte de toda una oleada de exiliados políticos: un total de 220.000 personas huyeron de la Checoslovaquia comunista, un país de 15 millones de habitantes. A pesar de todas las dificultades, el final de la aventura fue feliz; a mi padre le acabaron eligiendo miembro de la Academia estadounidense; los hijos logramos una buena preparación académica a base de las becas que nos otorgaron.

Cuando en los ochenta decidí volver a Europa, mi segundo refugio fue España. Aterricé aquí sin conocer a nadie, sin dinero. El país me brindó una buena acogida y nunca me faltó trabajo. Gracias a la comprensión de los países que nos ampararon, el exilio de toda mi familia fue modélico.

Nuestra experiencia no fue sino una pequeña gota en el mar que formaron los exiliados europeos que, a partir de la I Guerra Mundial, inundaron el mundo entero. El siglo XX europeo con sus ideologías esclavizantes, guerras mundiales y guerras civiles, dictaduras y totalitarismos ha generado olas de refugiados, que en algunos casos cambiaron el mapa étnico de las grandes urbes europeas y americanas. Alemanes, rusos, españoles, judíos, checos... todos ellos en su momento huyeron de algún horror.

Por participar en la Primavera de Praga, mi padre fue expulsado de su trabajo y salió al exilio

Dos. Al igual que mis padres se escaparon de la Checoslovaquia totalitaria, Amar Obaid, un comerciante sirio que tras la revolución prestó apoyo a la rebelión contra el presidente Bachar el Asad, tuvo que huir de Siria en 2011; quedándose en su país hubiera puesto en riesgo su vida y la de su mujer y sus tres hijas. Con sus ahorros estableció en El Cairo un pequeño comercio de muebles. Sin embargo, desde que el golpe militar —y con él, un chovinismo xenófobo— sacudió Egipto, los moderadores televisivos no han parado de arremeter contra los refugiados sirios como contra unos parásitos. Amar, que no puede regresar a Siria, tampoco tiene futuro alguno en Egipto; el país de acogida se ha vuelto una trampa de la que solo hay una salida: marcharse a Occidente. Y puesto que no hay manera legal que permita a Amar trasladarse a Europa, como no la hubo para mis padres cuando decidieron abandonar su país, la familia de Amar decidió que el padre se apuntaría a un viaje con una agencia traficante de personas, que en Egipto y Libia funcionan como una especie de agencia de viaje y, una vez establecido en Europa, haría llegar a su familia a su lado. Un plan arriesgado pero no imposible. Tras mucho dinero perdido, tras varios intentos de viajar frustrados y más de una estancia en la cárcel, Amar —persona real con nombre inventado, como el de la mayoría de esos pasajeros frágiles e impotentes— sigue esperando, desde hace meses, en la orilla egipcia, entre traficantes mafiosos y personas inocentes y exasperadas como él, a que un barco le lleve al otro lado del Mediterráneo y luego a un lugar cualquiera donde podrá sobrevivir.

Tanto la motivación por la huida como el peligro que sufre Amar tienen puntos de similitud con los que experimentaron mis padres; sin embargo, me temo que la acogida de uno y otros en los países receptores diferirá de modo radical.

Un sirio que se rebeló contra El Asad espera que un barco lo lleve al otro lado del Mediterráneo

Tres. Mientras que los europeos huían de la barbarie, en la mayoría de los casos encontraban un país que los acogiese. En la actualidad, los descendientes de esos europeos se muestran altamente insolidarios con esa nueva ola de necesitados, cuyo paradigma es Amar Obaid y que provienen del Oriente Próximo, esa parte del mundo que, en parte por culpa de Occidente, está en llamas. Europa es reacia a aceptarlos, cada país tiene sus problemas y todos temen que sus votantes no vean con buenos ojos una oleada de refugiados. Sin embargo, hay que tener en cuenta que esos exiliados no son muchos —el año pasado fueron 43.000 en total—; que muchos son ingenieros, comerciantes y abogados, y, además, que provienen de antiguas colonias europeas y por eso deberíamos responsabilizarnos de ellos. Sin embargo, precisamente Gran Bretaña, la gran colonizadora de antaño, hoy está entre los países más reacios a aceptar cupos. De modo similar, el Gobierno de España ha protestado contra los cupos, aunque en la posguerra europea los refugiados españoles, tanto los que huían de Franco como los que escapaban de la miseria, encontraron trabajo en otros países. Y los Gobiernos de los países exsoviéticos como Hungría y Checoslovaquia, muchos de cuyos habitantes fueron bien acogidos en su momento, muestran una buena dosis de chovinismo. En general, en muchos países europeos la crisis de los migrantes ha ayudado a generar apoyo de los votantes a la derecha populista, xenófoba y excluyente.

La Unión Europea, la formación geopolítica con más riqueza per capita del mundo, siempre ha ostentado sus programas de ayuda social. Para no perder su autoestima, debería seguir siendo fiel a esos principios. La Europa contemporánea debería mostrarse generosa y brindar amparo a esos refugiados, y no solo por motivos humanitarios: los que hoy huyen de la barbarie, mañana enriquecerán nuestro continente.

 Monika Zgustova es escritora.

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