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Así es el día a día de un joven talento de la música clásica en España

Javier Aznárez ha tocado con algunos de los mejores directores y orquestas del mundo, gracias a anteponer esfuerzo a éxitos

No se recuerda sin un violín en la mano. Javier Aznárez (Pamplona, 1988) no sabe decir cuándo fue su primer concierto, si se sintió frustrado al escuchar los gemidos del instrumento (tan distintos de la perfección de las notas que debía alcanzar). No puede situar en el tiempo cuándo recibió sus primeros aplausos o cuándo sintió por primera vez el miedo escénico. Lleva 24 de sus 27 años tocando. Ha trabajado con la Orquesta Nacional de España, la Orquesta de la Comunidad de Madrid y las sinfónicas de Madrid y Euskadi, pero sobre todo ha pasado por la orquesta de la Academia del Festival de Lucerna, en la sinfónica de Amsterdam y la filarmónica de Rotterdam. Ha tocado con Pierre Boulez, con Simon Rattle, con John Adams. Pero la de Javier Aznárez no es una típica historia de músico altivo y desconectado del mundo pero conectado con las musas. Será porque el chaval es más bien modesto tirando a humilde; será que rodear de mística la música clásica se está pasando de moda, pero esta es la historia de un chico más. Que se ha esforzado, ha peleado, se ha deslomado con el instrumento, que convive como otros tantos con la incertidumbre laboral no ya del sector, sino del país. Pero esta es la historia de alguien que tanto te sabe hablar de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, ese enigma hasta para expertos consumados, como te habla del gimnasio, el cine y los amigos. Un tipo normal. Normal y currante.

No siento que me haya perdido nada de la vida. Me he tenido que sacrificar más que otros niños, pero también que organizarme más

Como la música le toca la tecla del placer y no el ego, lo que le lleva a actuar en público no son ínfulas de ser reconocido. A los tres años cogió un violín por primera vez, y a los 18, cuando sus compañeros (y él mismo) estudiaban selectividad, ya tenía la carrera de música. Sacó sobresaliente en todos sus estudios, incluido posgrado. A sus 27, ha realizado giras por España y el extranjero, ha grabado discos, ha sido becado por algunas de las fundaciones musicales más importantes del país. Pero no es famoso, ni cree que vaya a serlo nunca. Cuando camina por la calle Fuencarral, funda al hombro, podría ser confundido con un estudiante más. Tampoco parece importarle.

“Mis padres son profesores de música de instituto y querían que tuviéramos un acercamiento a la música como si fuera un juego, mientras éramos pequeños”, explica, removiendo el café. No puede evitar hablar en plural. Compartió la casa “llena de libros”, más que de música, con sus dos hermanos pequeños, con quienes se lleva cinco y siete años. Él fue el conejillo de indias de la educación que sus padres, también pedagogos, querían darles. El experimento (spoiler: no salió mal) comenzaba con el método Suzuki, una fórmula japonesa para introducir a niños muy pequeños, de tres años o incluso menos, en el aprendizaje musical. Pero no todo se debe al esfuerzo. La primera gran decisión, la de empuñar un violín y no cualquier otro instrumento, fue azarosa: “Por entonces, el violín era el único con el que los niños tan pequeños podían empezar”. Los tres hermanos Aznárez lo eligieron. La épica de las biografías siempre termina disipándose ante la realidad.

Toca habitualmente en Lucerna y estado bajo las batutas de Pierre Boulez, Simon Rattle o John Adams

La infancia transcurrió rápidamente y sin mucho tiempo libre. Inglés, pintura, tenis, natación, fútbol (“aunque lo odiaba”), conservatorio, clase y deberes copaban la agenda de Javier. “No siento que me haya perdido nada de la vida. Me he tenido que sacrificar más que otros niños, pero también que organizarme más”, objeta. A los 15 comenzó el Ciclo Superior (equivalente a la carrera musical), donde la mayor parte de sus compañeros le sacaban, mínimo, tres años. A los 18 se fue a estudiar a Rotterdam. “Estaba acostumbrado a estar con gente mayor. El verdadero cambio fue encontrarme en un sitio en el que todo el mundo se dedicaba al 100% a la música”, asegura.

Y así hasta hoy. “Esto era lo que realmente me llenaba. Tenía que dedicarle tantas horas, que dejé todo lo demás”. ¿Y cuándo sabe uno que sirve para la música? “Eso no lo llegas a saber nunca. Vas viendo, vas combinando trabajos... Y ves que vas a ganarte la vida con ello. Aunque quizás no alcances el sueño que tenías desde pequeño... Pero te ganas la vida”, se encoge de hombros.

Cambiar de orquestas, moverme... Eso me encanta. No saber si al mes siguiente voy a poder pagar el alquiler, la incertidumbre... Eso no tanto

Precariamente, eso sí. La crisis alcanza también algo tan aparantemente ligero e inmune a la realidad como la música clásica. Si no hay dinero, no se organizan conciertos. Si no se organizan conciertos, no hay paga. Y cuando no se tiene un sueldo fijo... “Siempre te queda la cosa de: ‘¿Y el mes que viene? ¿Voy a poder pagar el alquiler?”, cuenta. Una pregunta que no es ajena a autónomos, porteros, profesores, camareros, periodistas y demás precariado. Ni siquiera el éxito da suficiente dinero.

La colaboración con sus hermanos surgida en 2010 es, ahora, una fórmula más de autoempleo. El trío Los Hermanos Aznárez nació cuando Navarra les propuso representar a la región en la Exposición Universal de Shanghái. Tres jóvenes navarros interpretando a Sarasate, el compositor navarro por excelencia. Solo había un pequeño problema: los tres eran violinistas y no tenían dinero para pagar un acompañamiento. La solución pasaba por acompañarse unos a otros. Prepararon arreglos de las obras para tres violines y fueron distribuyendo la melodía y el acompañamiento. “La cosa gustó, cogimos un repertorio más variado, para todos los públicos, muy virtuoso... Ya que la formación era una cosa diferente, al menos queríamos intentar que el repertorio fuera llamativo”, explica. Visión comercial.

¿Cuando sabe uno que vale para la música? "Nunca".

La idea, a priori disparatada (“No conozco a nadie que haya hecho esto”, dice Aznárez), funcionó. Triunfaron en Shanghái. Giraron por España. Sus padres los vieron, al fin, juntos y revueltos. “Mi padre dice que alguno debería haber sido médico”, bromea. Ahora “la cosa está más paradita”. Es difícil continuar un proceso creativo cuando se ensaya y estudia durante ocho horas al día y el resto de los componentes vive en el extranjero.

Aún así, él prefiere la música contemporánea. György Ligeti, John Adams, Luciano Berio. O, al menos, Shostakovich. “Me siento más identificado con esta escritura, siento que tengo margen para aportar algo”, explica. Por ahora, la deja para sus repertorios. Cambiar de contexto creativo (de una gran orquesta a un recital, de un grupo de músicos a otro) le sigue pareciendo emocionante. No le importa que en su vida no haya “días normales”. Ni que le llamen de una semana para otra para ensayar. Lo peor, el mecanicismo de algunas pruebas. Y “lo económico”. Ahí el virtuoso se hace aún más humano: “Cambiar de orquestas, moverme... Eso me encanta. No saber si al mes siguiente voy a poder pagar el alquiler, la incertidumbre... Eso no tanto”. Y vuelve a casa, Fuencarral abajo, para seguir estudiando. Dentro de poco espera Radio Nacional, la Orquesta Nacional de España. Luego, ya veremos.

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