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Una foto

La procaz pluma de Eduardo Mendoza da de nuevo en el clavo: ¿qué deseo irrefrenable se esconde detrás del afán universal de hacer un turismo de aglomeraciones y prisas?

Hace unas semanas, aprovechando una breve estancia en otra ciudad, fui a ver una exposición de pintura provisto de una entrada comprada previamente online. Tenía hora asignada, pero al no saber calcular bien las distancias, llegué a mi destino con media hora de antelación. Como fuera llovía, pedí a la señora de la puerta que me dejara entrar. Respuesta: ni lo sueñes, guapo. Insistí: iba solo y poco problema le causaría si se saltaba la norma. Mi cortesía impostada y mi desvalimiento fingido conmovieron a la señora de la puerta. Lo siento mucho, acabó diciendo con amable firmeza, si fuera por mí, no habría inconveniente en hacer una excepción, pero es que en las salas ya no cabe un alfiler. Al oír esta explicación, debería de haberme marchado, pero como ya había pagado la entrada y fuera realmente llovía y hacía frío, me senté a esperar. Entré cuando me tocó el turno, seguido de varios centenares de personas. En el interior no se podía dar un paso y el griterío era ensordecedor. Atravesé la masa como pude, llegué a la salida y me fui. No lo cuento para reiterar la queja tópica.

Es raro pero es así: los cines están vacíos y los museos, a rebosar. Es el público quien decide, y como dicen en mi tierra: el que paga, manda. Y estamos en periodo de vacas flacas, de modo que si una institución dedicada al arte puede ganarse unas perrillas a base de desbordar su capacidad espacial, y la gente está contenta con lo que le dan, no seré yo quien critique este acuerdo entre las partes. Tampoco es mi especialidad especular sobre el devenir de la cultura. Sólo refiero mi anécdota trivial como introducción a la pregunta que me inquieta: si esta es la oferta, ¿cuál es la demanda? Dicho en otros términos, ¿qué deseo irrefrenable se esconde detrás del afán universal de hacer un turismo de aglomeraciones y prisas? Todos los gobiernos fomentan el turismo, por supuesto, pero los gobiernos fomentan muchas cosas que el ciudadano se esfuerza por no cumplir. Y tampoco le veo mucho sentido al interés de los gobiernos.

Si una persona evade millones de euros y los esconde en el extranjero es un delincuente; pero si muchas personas se gastan los mismos millones en hacerse selfies delante de la Torre Eiffel, todos felices.

Desde el punto de vista económico, el turismo es un arma de doble filo. Entra dinero y sale dinero. Si una persona evade millones de euros y los esconde en el extranjero es un delincuente; pero si muchas personas se gastan los mismos millones en hacerse selfies delante de la Torre Eiffel, todos felices. Probablemente alguna de estas personas sacará provecho intelectual o emocional de la movida, pero la mayoría sólo regresará a casa derrengada, confusa y con un montón de fotos que no verá nadie, ni siquiera su autor y principal protagonista. Si en un futuro lejano eruditos alienígenas estudian la vida en la Tierra a partir de esta cantidad astronómica de fotos, llegarán a la conclusión de que fuimos una raza enloquecida, que se afanaba por perpetuar el momento en lugar de sacarle partido y que pasaba de largo por la vida, colgando las vivencias en la nube. Sé que estoy diciendo tonterías.

El juicio de unos hipotéticos alienígenas es otro tópico del que hemos de guardarnos. Es cierto que hacer fotos para inmortalizar un momento lo convierte en un momento no vivido, sino sólo retratado, pero tampoco es esta la cuestión. Los turistas no hacen fotos por razones existenciales, sino para aplazar la contemplación de lo que están viendo. Están inmersos en un viaje enfebrecido y se han imbuido de un ritmo frenético que les impide pararse a degustar lo que tienen delante. De modo que le echan unas fotos y piensan: ya lo veré luego, ahora sigamos y que no pare la conga. Los lienzos de la exposición que visité con tan poca fortuna, y todos los cuadros del mundo, piden justamente lo contrario. Para ver una obra de arte sólo hace falta tener los ojos en buen estado. Para apreciarla se necesita, además, un mínimo de sensibilidad y también un poco de iniciación a la materia. Pero para que la experiencia cale hondo hace falta una cosa más: atención. Y en la vida que llevamos, ni el tiempo ni el dinero nos alcanzan para poner atención a nada. Una foto y hasta luego.

 

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