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Lo que el lenguaje nos enseña de nuestra comida

La palabra 'ketchup' es en realidad milenaria y la lingüística de las bolsas de patatas revela mucho de su valor nutricional. Un libro estudia todos estos casos

Sean Gallup (Getty)

Con el lenguaje sucede como con la salsa: cuanto peor sea la calidad del corte de carne más (y más potente) se deberá emplear para camuflar su sabor. Esa es la principal conclusión de Dan Jurafsky, un profesor del departamento de lingüística de la Universidad de Stanford, que se dedica a investigar por qué la comida se llama como se llama, tanto en su blog como en el libro The Language of Food. A linguist reads the menu.

Gracias al lenguaje, Jurafsky es capaz de analizar histórica y sociológicamente cada alimento, intuir si su precio es justo o para hablar de geopolítica. Suele llegar a conclusiones de interés universal. Está el día que codificó once bolsas de patatas fritas y expuso al mundo la fórmula que obedece su empaquetado: cuanto más caras son, más se venden como saludables con jerga seudocientífica y poética. Las baratas, por ejemplo, insisten en el sabor, preferiblemente con onomatopeyas. Esta fórmula se aplica también a los restaurantes: los de comida rápida se centran más en cómo llamar a las cosas que en cómo camuflarlas.

No todo es destapar el lado negativo de las cosas. En el espectro opuesto del asunto está el ketchup, tan americana y enigmática que casi deberia tener su propio grupo alimenticio. Su nombre no es la gris conclusión de un comité de marketing, sino que revela los majestuosos orígenes de la salsa: ke significa pescado conservado en Hokkien, lengua de algunas zonas de Taiwan; y -tchup, salsa en algunos dialectos chinos. Esto es porque la salsa proviene en realidad una tradición antigua en algunas regiones de China, donde se guardaba el pescado en arroz cocinado y salado cubierto con hojas de bambú para su fermentación. En el siglo XVII los marineros ingleses y holandeses trajeron desde allí varios barriles de esa especie de salsa de pescado; los ingleses sustituyeron el pescado por tomate y, luego, los estadounidenses le añadieron azúcar.

Luego está lo que esconde una palabra. Los restaurantes caros son 15 veces más propensos a confesar ya en la carta de dónde viene la comida. Es más, en el tipo de adjetivos de una carta se puede saber más sobre un restaurante que visitando sus lavabos para calibrar la higiene de la cocina. Mientras que en los restaurantes demasiado elegantes la carta suele ser alarmantemente manierista (monederos de oro de banana con sésamo), en los de gama media suelen abundar adjetivos sensoriales como fresco, rico, crujiente, tierno y en los más baratos apuestan por conceptos positivos pero más vagos: delicioso, sabroso. La retórica de los caros, siempre algo más estirada, apunta más a la sabiduría del chef (el cliente se pondrá en sus manos) mientras que los baratos insisten en que su oferta es la ideal para el cliente.

Decía Ludwig Wittgenstein que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Quizás también lo deberían ser de nuestra dieta.

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